Un Principio Pendiente

Capitulo 02: Primeras impresiones

Adrian

El timbre seguía zumbando en mis oídos, pero yo ya estaba acostumbrado a ese ruido. Lo que no estaba acostumbrado era a que me usaran de mensajero.

—¡Adrián! —la voz de la secretaria me había sacado de mis pensamientos. Otra vez yo, claro. Siempre yo.

Crucé la puerta sin apuro, con los audífonos colgando del cuello y los libros bajo el brazo. Como si me importara demasiado estar ahí. La verdad, no me importaba. Hasta que la vi.

La chica nueva.

Tenía esa manera rara de mirar todo como si el mundo fuera más grande de lo que podía soportar. Y lo era, probablemente. Sus manos parecían tensas, como si llevara cargando un secreto demasiado pesado para alguien tan pequeña.

—¿Otra vez yo? —refunfuñé, porque era lo que se esperaba de mí. El chico rebelde, el que siempre protesta.
La secretaria me ignoró, como siempre.

Cuando Olivia levantó la vista, bajó los ojos tan rápido que casi me hizo sonreír. No de burla… sino porque era la primera persona en mucho tiempo que no intentaba desafiarme ni complacerme. Solo quería desaparecer.

—Encantado —murmuré, aunque en realidad no sonaba encantado de nada.

Empecé a caminar sin esperar a ver si me seguía. Y claro, lo hizo. Aunque parecía que pisaba cristales.

—¿Siempre caminas como si el piso fuera de cristal? —le lancé, solo para romper el silencio.

No esperaba que contestara. Mucho menos que me devolviera el golpe.
—¿Siempre hablas aunque nadie te pregunte?

Me detuve un segundo. No estaba acostumbrado a eso. La mayoría se reía de mis comentarios, o se quedaba callada. Pero ella me contestó.

Me hizo sonreír, aunque solo un poco. Interesante.

Durante el recorrido me limité a señalar lo obvio: cafetería, biblioteca, laboratorios. Ella asentía en silencio, pero sus ojos… sus ojos estaban en todas partes. Miraban como si cada detalle importara. Como si quisiera guardarlo para siempre.

Cuando le dije que los libros no decepcionan, me quedé con esa frase en la cabeza. Había una verdad en su voz que no podías ignorar. Como si hablara de algo más que de páginas y tinta.

El mural la detuvo. Y verla mirarlo fue extraño. Como si el mundo se apagara alrededor y solo quedara ese instante.

La forma en que sus labios apenas se curvaron cuando dijo mucho… No lo sé. Me sorprendió.La llevé a su salón y, por un momento, se me olvidó que no era el mío. Que en unos meses yo iba a largarme de todo esto.

Cuando me preguntó si estaríamos juntos en clase, vi cómo se le apagó algo en los ojos al escuchar que no.
No sé por qué, pero me dolió un poco decírselo.

“Tranquila, sobrevivirás sin mí”, le solté con tono burlón.
Mentira. No estaba tan seguro.

El timbre volvió a sonar, y tuve que irme. Pero cuando pronuncié su nombre, Olivia, sentí que lo probaba por primera vez, como si fuera una palabra que podía quedarse atrapada en mi lengua más tiempo del que debería.

No sé qué tiene. No sé por qué me importa. Solo sé que algo cambió cuando la vi mirar ese mural. Algo en mí que llevaba tiempo apagado, volvió a encenderse.

Y eso es peligroso. Muy peligroso.

Cuando crucé la puerta de mi casa. No era el mismo ruido metálico y chillón de la preparatoria, no. Este era otro tipo de timbre, más discreto, pero para mí significaba lo mismo: el comienzo de otra rutina que no quería vivir.

El olor a cera y a perfume caro me dio la bienvenida antes que mi madre. La mansión —porque no había otra forma de llamarla— siempre estaba impecable, como si fuera más un museo que un hogar. Pisos brillantes, cuadros alineados con precisión quirúrgica, muebles que daban miedo de usar. Todo perfecto, todo en orden… menos yo.

—Adrián, llegas tarde otra vez —la voz de mi madre, Lorraine, resonó desde el comedor. No necesitaba mirar el reloj. Para ella siempre llegaba tarde, aunque fueran cinco minutos.

—El tráfico —contesté, encogiéndome de hombros mientras dejaba mi mochila en la mesa de la entrada. Mentira, claro. Me había quedado un rato más en los pasillos de la escuela, dibujando en los márgenes de mi libreta. Lo último que quería era venir aquí.

Ella apareció con su vestido impecable y su cabello perfectamente recogido, como si siempre estuviera lista para una foto de revista. Me observó de arriba abajo. Nunca me miraba, siempre me evaluaba.
—No puedes seguir con esa actitud de desinterés. La universidad está a la vuelta de la esquina. Tu padre quiere hablar contigo.

Ahí estaba. El tu padre quiere hablar contigo. La frase que pesaba más que cualquier examen.

Me dirigí al despacho donde ya me esperaba, sentado detrás de ese escritorio enorme de madera oscura que parecía un trono. Su traje estaba perfectamente planchado, el nudo de su corbata en el lugar exacto. Todo en él transmitía control. Y todo en mí lo irritaba.

—Siéntate —ordenó, sin levantar la vista de unos papeles.

Me dejé caer en la silla, estirando las piernas con descaro. Si quería verme como un vago, yo le daba motivos.

—¿Cómo te fue hoy en la escuela? —preguntó, como si le interesara.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.