Olivia
El murmullo de voces se apaga un poco cuando cruzo la puerta del salón. No es que todos me miren, pero sí lo suficiente como para que mi piel se erice.
Camino con la cámara colgada del cuello, como si fuera un escudo invisible, y busco un lugar libre. La fila del medio parece segura, ni muy adelante ni tan atrás. Me acomodo allí, intentando ignorar la sensación de ser forastera en un mundo que ya tiene su propio orden.
—¿Eres nueva? —pregunta una voz femenina al lado.
Al girar, me encuentro con una chica de cabello rubio claro, ojos vivaces y una sonrisa que parece demasiado grande para este ambiente tan serio.
—Sí… —respondo, ajustando la correa de mi cámara—. Soy Olivia.
—Clara —dice, extendiendo su mano como si esto fuera una especie de acuerdo oficial—. Bienvenida al manicomio.
No puedo evitar sonreír. Su espontaneidad me desarma un poco, como si hubiera estado esperando que alguien rompiera el hielo.
—Gracias… supongo.
Ella se inclina hacia mí, bajando la voz:
—Siéntate tranquila, aquí los profes no muerden… al menos no todos.
Me río suavemente y, por primera vez en todo el día, siento que no estoy tan sola.
Antes de que llegue el profesor, saco mi cámara y me pongo a jugar con el lente. Siempre me ayuda a distraerme.
El salón tiene paredes color crema, ventanales altos que dejan pasar la luz de la mañana y mesas llenas de garabatos y marcas de generaciones anteriores. Apunto hacia los ventanales, capturando el contraste de la luz con los perfiles de algunos compañeros.
—¿Te gusta la fotografía? —Clara pregunta, observando cómo enfoco.
—Sí. Es… como mi manera de entender a la gente. A veces las fotos dicen más que lo que ellos mismos cuentan.
Clara ladea la cabeza, interesada.
—Me gusta esa forma de verlo. Si quieres, después puedo ser tu modelo. Aunque te advierto que me pongo nerviosa con las cámaras.
Sonrío, porque me parece curioso que alguien tan segura pueda ponerse nerviosa con algo tan simple.
El profesor entra y la clase empieza, pero yo sigo con la mente medio ausente, guardando cada gesto en mi memoria. Pienso que quizá este lugar no sea tan terrible después de todo.
Cuando llego a casa, ya está oscureciendo. La fachada blanca se ilumina con las luces cálidas de la entrada y, al abrir la puerta, el aroma a comida casera me envuelve. Mis padres están en la sala. Papá hojea un periódico mientras mamá acomoda unas flores en el jarrón. No hay hermanos corriendo, ni voces adicionales; solo ellos y yo, como siempre.
—¿Cómo te fue? —pregunta mamá sin levantar mucho la vista.
Me encojo de hombros, dejando la mochila en el sillón.
—Bien… conocí a alguien.
Papá arquea una ceja, interesado.
—¿Una amiga?
—Clara —digo, y siento cómo se me curva un poco la boca al recordarla—. Es simpática.
Ellos se miran entre sí, como si fuera un logro que yo lograra hablar con alguien el primer día.
Yo lo sé, y por eso finjo que no me importa. Subo a mi cuarto con la cámara aún colgada, me siento en la cama y reviso las fotos que tomé. Hay rostros que apenas recuerdo, miradas fugaces, pero entre todas, una destaca: Clara riendo de algo que yo ni siquiera escuché bien.
La observo unos segundos más de la cuenta, y siento que esa imagen guarda algo que no quiero soltar.
Después de revisar las fotos en mi cuarto, apago la cámara y me quedo un momento en silencio. El reloj de la pared marca las siete en punto y, como siempre, mamá llama a cenar con su tono cantado:
—¡Oliviaaa, la mesa está lista!
Me levanto con cierta pereza y bajo las escaleras. La casa no es grande, pero todo tiene un orden tan perfecto que a veces me siento parte de una vitrina. El comedor está iluminado por una lámpara colgante y la mesa ya servida con sopa humeante, pan recién tostado y la típica disciplina de mamá para que todo esté equilibrado.
Papá deja el periódico a un lado.
—¿Qué tal el nuevo colegio? —pregunta mientras parte un trozo de pan.
Pienso en Clara y en cómo fue la primera en hablarme. Podría decir que fue horrible, que me sentí fuera de lugar… pero las palabras se atascan en mi garganta.
—Fue… diferente —respondo finalmente, dando un sorbo a la sopa.
Mamá sonríe satisfecha.
—Los cambios siempre cuestan, pero confío en que te adaptarás.
No digo nada más. Solo asiento, aunque por dentro no estoy tan segura.
La cena transcurre con la conversación de siempre: papá hablando de su trabajo en la oficina, mamá contando sobre alguna nueva planta que quiere para el jardín. Yo escucho, pero en realidad mi mente está en otro lado.
En el salón, en Clara, en las fotos. En cómo a veces quisiera tener la libertad de otros chicos, salir, reír, no sentirme tan atrapada bajo la mirada constante de mis padres.
Después de cenar, mamá insiste en que la ayude a guardar los platos. Yo obedezco, aunque preferiría correr a mi cuarto. El sonido de los cubiertos y el agua cayendo en la pileta me arrulla más que cualquier canción.
—¿Sabes? —dice mamá de pronto, con esa voz suave que a veces asusta—. Tu papá y yo solo queremos lo mejor para ti.
Asiento sin mirarla.
—Lo sé.
Pero por dentro no estoy segura de entender qué significa exactamente “lo mejor”. Porque su versión de lo mejor no siempre coincide con la mía.
Subo a mi habitación y me encierro. Me pongo los auriculares, enciendo una playlist cualquiera y vuelvo a revisar la cámara. Paso foto por foto, y me detengo otra vez en la de Clara. Su sonrisa parece más real que todo lo que me rodea en esta casa. Es como si hubiera atrapado un instante de libertad que no me pertenece todavía.
Me recuesto en la cama, con la cámara a un lado, y cierro los ojos.
Sé que mañana volverá a empezar la rutina: levantarme temprano, el uniforme, los saludos forzados. Pero en el fondo, la pequeña chispa de hoy —esa conversación con Clara, esa fotografía— me da la sensación de que quizás algo diferente sí pueda ocurrir.