Un Principio Pendiente

Capitulo 04: Perderlo todo

Adrian

El segundo día de clases siempre es igual: menos caos que el primero, más caras conocidas, los mismos profesores con sus sermones de siempre.

Yo lo vivía como una repetición sin gracia, un reloj que seguía marcando horas hasta que pudiera por fin largarme de aquí.

Pero ese día, algo fue distinto.

La campana sonó y yo estaba en el pasillo, los audífonos colgando de mi cuello, cuando noté la cámara.

No la cámara en sí —hay varios obsesionados con las fotos—, sino la mirada detrás de ella. Olivia.

Apuntaba en dirección a su amiga, Clara, pero cuando disparó el obturador me crucé en medio del encuadre. No sé si fue intencional, pero cuando nuestros ojos coincidieron ella se puso nerviosa, apartó la cámara de golpe, como si me hubiera descubierto mirándola en secreto.

Me dio risa, lo admito. No de burla, sino porque… bueno, la mayoría no reacciona así conmigo. Estoy acostumbrado a que la gente me evite, me encasille en el “tipo problemático”y siga con su vida.

Pero ella parecía diferente. Vulnerable, sí, pero con un borde inesperado: la chica que, ayer, me respondió con descaro en plena caminata por los pasillos.

Sonreí apenas, sin detenerme, y seguí hacia la salida.

—¿Qué fue eso? —preguntó Dante en cuanto me alcanzó.

Dante. Mi mejor amigo, podría considerarlo un hermano. Desde que entramos a la secundaria hemos sido inseparables: él habla, yo escucho; él improvisa, yo finjo que no me importa. Pero en realidad sí me importa. Es lo más cercano a un hogar que tengo fuera de mi casa.

—Nada —respondí, encogiéndome de hombros.

—Vamos, no me mientas. Vi cómo miraste a la nueva. —Dante sonrió con esa malicia suya que siempre anuncia problemas—. ¿Olivia, no?

—Clara no puede quedarse callada ni cinco minutos —refunfuñé, metiendo las manos en los bolsillos.

—No necesitas que Clara lo diga. Se nota, hermano. —Me empujó suavemente con el hombro—. No recuerdo la última vez que alguien te hizo bajar la guardia.

Me quedé callado. No iba a darle el gusto de confirmarlo.

En la cafetería, Dante siguió con su monólogo sobre el equipo de fútbol, planes para el fin de semana y alguna broma de mal gusto que le ganó miradas de reproche de una profesora.

Yo asentía, distraído, porque en el fondo seguía recordando la forma en que Olivia me miró detrás de esa cámara.

Una mirada curiosa. No de las que juzgan, no de las que huyen. Curiosa.

Era como si quisiera descifrarme. Y eso me descolocaba.

—¿En qué piensas? —Dante me sacó de mis pensamientos.

—En nada —respondí, automático.

—Claro. —Rió, conociéndome demasiado bien—. Ese “nada” tuyo siempre es “algo que no quieres decir”.

No respondí. Solo clavé la vista en la mesa, golpeando con los dedos el borde de la bandeja. Porque, ¿qué iba a decir? Que la nueva me intrigaba.

Que desde ayer me rondaba la idea de volver a hablarle, de provocar otra respuesta suya como aquella sobre los problemas.

Yo no era de engancharme. No tenía tiempo ni ganas para complicaciones. Mi vida ya era lo bastante caótica con mis padres empujándome a ser alguien que no quiero ser, a cumplir con expectativas que no me pertenecen.

Pero Olivia parecía un error en el sistema. Y los errores siempre llaman mi atención.

Cuando sonó la última campana, Dante y yo salimos juntos al patio. Él seguía hablando de cualquier cosa, y yo apenas lo escuchaba. A lo lejos vi a Clara reírse a carcajadas, y a Olivia con su cámara colgando del cuello, observando más de lo que hablaba.

No se dio cuenta de que la estaba mirando. O quizá sí.

Dante lo notó enseguida.
—Hermano… te lo digo en serio. Si no haces algo, voy a terminar invitándola yo solo para molestarte.

Lo fulminé con la mirada.
—Ni lo sueñes.

Él estalló en risas.
—Sabía que ibas a morder el anzuelo.

Me giré para irme, ignorando su triunfo.

Pero no podía ignorar lo que pasaba dentro de mí: esa certeza incómoda de que Olivia Rosey ya se había metido en mis pensamientos sin permiso.

Y lo peor era que no sabía si quería sacarla de ahí.

La tarde cayó rápido, como si alguien hubiera corrido las manecillas del reloj a propósito. El sol entraba por la ventana de mi cuarto, pintando las paredes de un naranja que no me alcanzaba para calmarme. Tenía los audífonos puestos, la guitarra apoyada contra la cama y un cuaderno de bocetos sobre el escritorio. Dibujaba líneas sueltas, nada concreto, solo para no pensar demasiado.

No duró mucho.

—Adrián, baja —la voz de mi padre resonó desde el primer piso, grave, sin espacio para negarme.

Solté el lápiz con fastidio y bajé las escaleras. Mi madre estaba sentada en el sillón, impecable como siempre, y él de pie, trajeado aunque ya no tuviera reuniones. Era como si se vistiera de autoridad todo el día, incluso en su propia casa.

—Tu madre y yo queremos hablar contigo —empezó.

Ahí estaba otra vez: la charla. Siempre era lo mismo.

—Tu último año de preparatoria significa responsabilidad. —Me miró como si mis decisiones fueran un insulto personal—. La universidad de derecho ya está casi asegurada. Solo tienes que enfocarte y dejarte de distracciones.

“Distracciones”. Ya sabía a qué se refería. Mis bocetos, mi guitarra, mi vida.

—No quiero estudiar derecho —solté, directo, aunque sabía el precio de esas palabras.

Su mandíbula se tensó.
—No vuelvas con esos caprichos infantiles. El arte no es un futuro, es un pasatiempo. Y más te vale entenderlo ahora, porque no pienso financiar tonterías.

Mi madre intervino, suave, pero igual de cortante.
—Queremos lo mejor para ti, Adrián.

Quise gritar que lo mejor no era lo mismo que “lo que ellos quieren”. Pero me contuve. Porque cada vez que lo hacía, la discusión escalaba, y yo terminaba encerrado en mi cuarto con la rabia carcomiéndome.

Esta vez solo asentí con frialdad.
—Entendido.




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