Un Principio Pendiente

Capitulo 08: Ahora o Nunca

Olivia

El camino de regreso a casa se sentía distinto, aunque no estaba sola.

A mi lado, Adrián caminaba en silencio, como si las palabras se le resistieran, pero la comodidad de su presencia bastaba para llenar cualquier hueco.

El aire estaba fresco, y yo todavía llevaba mi cámara colgada al cuello, con la sensación de que las fotos que había tomado esa tarde quedaban grabadas también en mí, más allá de la tarjeta de memoria.

Lo miraba de reojo, intentando no ser demasiado evidente. Su perfil se recortaba contra el cielo que empezaba a oscurecer, y por un instante pensé en lo curioso que era: alguien tan reservado y, a la vez, tan lleno de una calma extraña que me transmitía seguridad.

—¿Te gusta mucho la fotografía, verdad? —rompió el silencio, con la voz baja, como si no quisiera asustar el ambiente que habíamos creado.

Asentí, sujetando la cámara entre mis manos.
—Sí. Es como… detener el tiempo un segundo, ¿sabes? Guardar un pedacito de lo que estoy viviendo, de lo que veo, para que no desaparezca.

Adrián me miró de lado, con una expresión difícil de leer.

Tal vez era sorpresa, tal vez curiosidad.
—Eso suena… bonito. Nunca lo había pensado así.

Reí suavemente, sintiendo que mis mejillas se calentaban. Él hacía que mis palabras parecieran más importantes de lo que en realidad eran.

Caminamos unos metros más sin hablar, hasta que llegamos a la esquina que llevaba directo a mi calle. Allí me detuve, girando hacia él.
—Ya no hace falta que me acompañes. Vivo a solo unas cuadras.

Él negó con un gesto, casi serio.
—No pasa nada. Te acompaño. —Y antes de que pudiera replicar, ya había dado el primer paso hacia adelante, obligándome a seguirlo.

Me sonrojé un poco, pero no discutí. Había algo reconfortante en su insistencia, aunque fuera disfrazada de simple cortesía.

El silencio volvió a instalarse, pero esta vez no me incomodaba. Me fijaba en los detalles del camino —los árboles meciéndose con el viento, las luces de las casas encendiéndose una a una, los murmullos lejanos de las familias en la hora de la cena—, y todo parecía distinto porque lo estaba compartiendo con él.

Al llegar frente a mi casa, me giré para despedirme.
—Bueno… gracias por acompañarme.

Adrián se acomodó la mochila en el hombro y asintió.
—No es nada.

Hubo un pequeño silencio. Me mordí el labio, preguntándome si se marcharía de inmediato, pero entonces lo vi dudar, como si buscara algo en el aire.

Finalmente, carraspeó suavemente y dijo con un tono que intentaba ser casual:
—Sabes… pensé que… quizá podrías darme tu número.

Lo miré, un poco sorprendida.
—¿Mi número?

Él alzó las manos, como si quisiera aclararlo todo antes de que yo malinterpretara.
—Sí, claro, solo… por cosas de la preparatoria, ¿sabes? Tareas, proyectos, esas cosas. —Su voz sonaba tranquila, pero noté un leve rubor en sus mejillas.

Sentí una sonrisa escaparse de mis labios.

Esa manera disimulada de pedírmelo, como si quisiera esconder la verdadera razón, me resultó adorable.
—Está bien —respondí, sacando mi celular.

Intercambiamos los teléfonos rápidamente. Cuando vi mi nombre aparecer en su pantalla, con un nuevo contacto guardado, sentí una especie de cosquilleo en el estómago.

—Listo —dije, intentando sonar natural.

Adrián guardó su celular en el bolsillo y asintió, aunque había una ligera curva en la comisura de sus labios que lo delataba.
—Perfecto. Bueno… nos vemos mañana, Livie.

—Hasta mañana.

Lo vi alejarse, sus pasos firmes perdiéndose poco a poco calle abajo, hasta que desapareció entre la penumbra.

Me quedé quieta un momento, abrazando mi cámara contra el pecho. No sabía qué me emocionaba más: las fotos que había tomado esa tarde o la idea de que, poco a poco, Adrián estaba dejando de ser un simple desconocido para convertirse en alguien mucho más cercano.

Entré en casa con una sonrisa que no pude evitar, y mientras mis padres me saludaban desde la sala, yo solo pensaba en que tal vez aquel nuevo comienzo en la ciudad escondía más sorpresas de las que había imaginado.

Apenas crucé la puerta de casa, el olor a comida caliente me envolvió.

Mis padres estaban en la sala, charlando mientras veían un programa cualquiera en la televisión.

Les saludé con una sonrisa distraída, asegurándoles que todo había ido bien en la escuela, aunque en realidad mi cabeza estaba en otra parte.

—Voy a mi cuarto, ¿sí? —anuncié, subiendo las escaleras antes de que pudieran hacer más preguntas.

Mi habitación seguía siendo mi refugio: paredes color crema, un escritorio cubierto de libros, papeles sueltos y mi laptop esperando ser encendida.

De inmediato me quité la mochila y me senté frente a la mesa, colocando la cámara con cuidado como si fuera un tesoro.

Encendí el ordenador y conecté la cámara con un cable. Una tras otra, las fotos comenzaron a aparecer en la pantalla, como pequeñas ventanas a las horas que acababa de vivir. Los paisajes tenían una luz suave, los árboles parecían respirar, y hasta el cielo tenía un azul más profundo del que recordaba.

Cada fotografía era una confirmación de que no había imaginado lo especial que había sido esa tarde.

La última foto, diferente a todas: mi propio rostro. Yo, desprevenida, con la cámara colgando y una sonrisa tímida que no recordaba haber tenido. La imagen estaba ligeramente desenfocada en el fondo, pero mi expresión se veía nítida. Y supe al instante que no la había tomado yo.

Esa era la foto de Adrián.

Me quedé mirándola durante largos segundos. No era perfecta, al menos no desde el punto de vista técnico. Pero había algo en ella, una verdad escondida en la manera en que él había capturado el momento.

No era solo un retrato, era la prueba de que él me había visto. No como la nueva chica perdida en un salón lleno de desconocidos, sino como alguien que merecía ser recordada en una imagen.




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