Adrian
No podía dejar de mirar la pantalla del celular.
El mensaje que le había enviado a Olivia seguía allí, con ese atrevimiento escondido en unas simples palabras. "Capaz dormiría mejor contigo".
Apenas lo había mandado, sentí cómo la sangre me subía a la cara, un calor incómodo que me quemaba las orejas y me hacía preguntarme si había cometido el error más grande de la semana… o quizás el más valiente.
Olivia había respondido con esa dulzura que siempre tenía, como si no juzgara nada, como si aceptara mis palabras tal y como eran.
Y eso me descolocaba. La mayoría de la gente no lo hacía, ni siquiera en mi propia casa.
Apagué el celular, tirándolo a un lado de la cama, e intenté dormir, pero el insomnio se aferraba a mí como siempre.
Las horas se alargaban, la oscuridad de mi habitación parecía más pesada de lo habitual. No era la primera vez que pasaba la noche dando vueltas, pero esta vez mi mente no se llenaba de mis problemas, sino de la sonrisa de Olivia, de la forma en que se sorprendía cuando descubría algo nuevo, de cómo su voz se quedaba dando vueltas en mi cabeza.
Cuando por fin amaneció, el cansancio pesaba en mis párpados, pero lo que realmente me tensaba era la voz de mis padres esperándome abajo.
Apenas bajé las escaleras, ya estaban listos para el sermón.
—¿Se puede saber en qué estabas pensando, Adrián? —la voz de mi padre cortó el silencio como un látigo.
—¿Un maratón? ¿Con tus amigos aquí en la casa, sin que consultaras antes? —agregó mi madre, con esa mezcla de desaprobación y decepción que siempre lograba que me sintiera más pequeño de lo que era.
Me quedé parado frente a ellos, con las manos en los bolsillos, intentando no perder la calma.
Quería decirles que no había hecho nada malo, que solo quería distraerme, pasar un buen rato, sentirme como cualquier chico de mi edad. Pero sabía lo que iba a pasar: cualquier palabra de más se volvería contra mí.
—Solo quería… —empecé, pero la mirada severa de mi padre me cortó de inmediato.
—Querías perder el tiempo —sentenció él.
—No —contesté, con un poco más de firmeza esta vez—. Solo quería estar tranquilo un rato. Nada más.
Ellos no respondieron. Solo hubo silencio, y esa sensación de que mis razones nunca serían suficientes. Así que no insistí. Me limité a subir de nuevo a mi cuarto, con esa frustración mordiéndome el pecho.
Me dejé caer en la cama, respirando hondo, y encendí otra vez el celular. Y ahí estaba: el chat con Olivia, esperándome, como una pequeña luz en medio del desastre.
Leí de nuevo lo que me había escrito anoche, y por primera vez desde que bajé a enfrentar a mis padres, sonreí.
No se trataba solo de que me gustara. Era algo distinto. Con Olivia, todo parecía… más liviano.
Con ella, las noches de insomnio no eran tan oscuras, y los regaños de mis padres no me dolían tanto. Pensé en escribirle otra vez, contarle lo que acababa de pasar, cómo me sentía, pero no lo hice.
No todavía.
Me limité a abrir la cámara de mi celular y mirar la foto que le había tomado sin querer dejar de mirarla: Olivia sonriendo entre los paisajes, como si el mundo entero se hubiera detenido alrededor de ella. Sus ojos brillaban con ese tono miel que me perseguía incluso en mis sueños.
Me descubrí pensando algo que jamás habría dicho en voz alta: quizás ella sea lo único que me mantiene cuerdo.
Cerré los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, sentí que si ella estaba al otro lado del chat, no importaba tanto que aquí abajo me hundieran con sus reproches.
Porque Olivia estaba ahí. Y con eso, de alguna manera, bastaba.
El murmullo de los pasillos siempre me había parecido insoportable: lockers cerrándose de golpe, risas demasiado altas, el golpeteo apresurado de pasos entre clases.
Era como un ruido blanco que me distraía de todo. Esa mañana, el caos se volvió irrelevante porque mis ojos se quedaron fijos en una sola cosa.
Olivia.
La vi sentada en su salón, con la cabeza ligeramente inclinada sobre su cuaderno, como si el mundo entero pudiera desmoronarse y ella seguiría en calma, escribiendo.
El sol entraba por la ventana y se colaba entre los mechones de su cabello castaño, haciéndolo brillar como si hubiera sido diseñado para atrapar la luz.
Su sonrisa—justo en ese momento sonrió por algo que Clara le dijo—me desarmó por completo. No era una sonrisa común. Era una sonrisa de esas que parecen dibujadas a mano, suave, sincera, capaz de detener el tiempo.
“Qué hermosa es…”, pensé, y me descubrí sin querer apretando con fuerza el cuaderno que llevaba en las manos. Nunca había reparado tanto en alguien como en ella.
Olivia tenía una belleza distinta, no la obvia y ruidosa, sino esa que te atrapa despacio, como un secreto que se revela solo si sabes mirar bien.
Y yo, sin proponérmelo, me había convertido en un espectador obsesivo de cada uno de esos detalles.
—¿Otra vez con esa cara? —la voz de Dante me devolvió a la realidad.Se apoyó en el marco de la puerta con esa sonrisa burlona que siempre usaba cuando notaba algo que yo intentaba ocultar.
Rodé los ojos y me crucé de brazos.
—No empieces.
—No necesito empezar, hermano. Ya es demasiado evidente —rió bajo, acercándose para que nadie más lo oyera—. ¿Me vas a decir que no te estabas derritiendo viéndola?
Me mordí el labio, dudando, pero finalmente solté un suspiro rendido.
—Está bien, lo admito. Ella me tiene… distinto.
Dante arqueó las cejas, sorprendido.
—Wow, Adrián diciendo esas palabras. Ya es oficial, el mundo se acabó.
Le di un empujón en el hombro, riéndome un poco, pero después me quedé serio.
Lo miré con firmeza y bajé la voz.
—Necesito pedirte un favor.
—Ajá, suena interesante —se cruzó de brazos, expectante.
—¿Recuerdas que yo te ayudé con Clara en el maratón? —pregunté, alzando una ceja.
—Sí… —respondió alargando la palabra, ya sabiendo hacia dónde iba todo.