Un Principio Pendiente

Capitulo 15:

Olivia

El espejo reflejaba mis manos temblorosas mientras me aplicaba, por tercera vez, un poco de brillo en los labios.

No era que lo necesitara, pero mis nervios me obligaban a buscar cualquier excusa para mantenerme ocupada. Cada minuto que pasaba me acercaba a la hora de mi cita con Adrian y, por más que quisiera aparentar calma, la emoción me delataba.

Mi habitación estaba hecha un caos: vestidos descartados sobre la cama, zapatos apilados sin orden y un par de collares enredados entre sí. Terminé escogiendo un vestido sencillo, color azul claro, que dejaba mis hombros al descubierto.

Algo en mí quería verme distinta, especial… como si el brillo en mis ojos fuera suficiente para acompañar lo que sentía por dentro.

Mientras me ponía los pendientes, no pude evitar sonreír.

¿Desde cuándo yo, la que decía no creer en nada de estas cosas, estaba aquí, contando los minutos para ver a un chico?

Y no cualquier chico… sino Adrian.

Un golpe suave en la puerta me sacó de mis pensamientos.Era Clara, con esa mirada cómplice que ya conocía demasiado bien.
—¿Lista para tu cita secreta? —preguntó con una sonrisa burlona.
Rodé los ojos, pero no pude evitar sonrojarme.
—No es secreta, solo… especial.
Ella se acercó y me dio un abrazo rápido.
—Diviértete. Te lo mereces.

Salí de casa con el corazón latiendo como si hubiera corrido una maratón. Adrian estaba esperando afuera, apoyado contra su auto.

Cuando me vio, sonrió de esa manera que hacía que el mundo alrededor se desvaneciera un poco.

—Estás preciosa —me dijo, extendiendo su mano.

Apreté sus dedos y dejamos que la noche nos envolviera.

La primera parada fue una tienda de discos.

El olor a vinilo viejo y a madera pulida me envolvió de inmediato, y mis ojos comenzaron a recorrer los estantes llenos de portadas que parecían obras de arte por sí mismas.

—Sé que te gusta perderte entre estas cosas —me dijo él, con una sonrisa en los labios.

No tardé en detenerme frente a un disco en particular.

Era un vinilo de Coldplay, edición especial, con un diseño minimalista que me pareció perfecto.

Mis dedos se quedaron sobre la carátula, como si tocarla me acercara un poco más a la música.

—¿Te gusta? —preguntó Adrian, acercándose.
—Mucho… pero no es necesario, solo estoy mirando.

Antes de que pudiera detenerlo, lo tomó y lo llevó directo al mostrador. Mis protestas no sirvieron de nada.
—Es un regalo —dijo, entregándoselo al vendedor.
—Adrian… no tenías por qué.
—Quería hacerlo. Quiero que cada vez que lo mires recuerdes este día.

No supe qué responder. Me limité a sonreír, abrazando el vinilo contra mi pecho mientras una calidez extraña se instalaba en mí.

La siguiente parada me dejó sin palabras.

Era un museo de arte

Mis ojos se iluminaron apenas entramos. El eco suave de nuestros pasos sobre el mármol, los cuadros colgados como ventanas a otros mundos, las esculturas que parecían respirar… era todo lo que me encantaba.

—¿Cómo supiste que…? —comencé a preguntar.
—Porque te conozco —me interrumpió con una calma que me desarmó—. Sé lo mucho que disfrutas estos lugares.

Me dejó caminar libremente, como si entendiera que necesitaba detenerme en cada sala, observar cada detalle, tomar fotos desde todos los ángulos posibles. Yo estaba fascinada. En algún momento, me encontré riendo sola mientras intentaba enfocar una pintura en mi cámara.

—¿Qué pasa? —me preguntó, acercándose.
—Que todo esto me hace sentir… no sé, en paz. Como si pudiera quedarme aquí horas.
Él me miró de un modo que hizo que me olvidara del cuadro y de la cámara.
—Yo podría quedarme horas solo mirándote a ti.

Tuve que apartar la mirada porque sentí cómo mis mejillas ardían.

Cuando pensé que la cita había terminado, me equivoqué. Adrian volvió a conducir, esta vez hacia las afueras de la ciudad. La noche nos envolvía y yo no podía dejar de preguntarme qué más podía tener preparado.

Finalmente estacionó en un campo abierto. El cielo, despejado y oscuro, parecía un lienzo lleno de estrellas.

Entonces lo vi: una linterna volante, esperando en sus manos.

—¿Qué es esto? —pregunté, con la voz apenas audible.
—Una forma de terminar la noche —respondió, acercándose—. Quiero que pidamos un deseo juntos.

Me entregó la linterna y nuestras manos se rozaron. Sentí un cosquilleo recorrerme entera, como si ese contacto fuera más poderoso que cualquier palabra.

El papel blanco de la linterna parecía tan frágil entre mis manos que tuve miedo de arrugarlo con solo sostenerlo.

Adrian estaba a mi lado, observándome con esa paciencia que lo caracterizaba, como si me diera tiempo para asimilar cada instante de la noche.

—Antes de encenderla —dijo en voz baja, sacando un marcador negro de su bolsillo—, quiero que dejemos algo nuestro aquí.

Me miró, como esperando mi aprobación. Yo asentí, con el corazón latiendo con tanta fuerza que temí que él pudiera escucharlo.

Adrian se inclinó sobre la linterna y dibujó con cuidado una A grande, clara, como si marcara su lugar en ese recuerdo. Luego me extendió el marcador.
—Tu turno.

Mis dedos temblaban apenas cuando tracé una O junto a su inicial.

O y A, simples, pero juntas tenían un peso enorme. Lo miré, y él sonrió, esa sonrisa que hacía que todo a mi alrededor se volviera difuso.

—Ahora sí, está lista —susurró.

Encendimos la llama y la linterna comenzó a inflarse lentamente, como si respirara vida.

La luz dorada iluminaba nuestros rostros, dándole a Adrian un aire casi irreal.

Me encontré observándolo demasiado, como si mis ojos se negaran a apartarse de él.

La forma en que la luz acariciaba su mandíbula, cómo sus ojos brillaban reflejando las llamas, lo hacía ver aún más hermoso de lo que me atrevía a admitir.




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