Adrian
La acompañé hasta la puerta de su casa con el corazón aún palpitando con fuerza por lo que acababa de pasar.
Las luces de las linternas todavía estaban grabadas en mi mente, pero nada podía compararse con la sensación de sus labios sobre los míos minutos atrás.
Cuando el auto se detuvo frente a su casa, Olivia desvió la mirada hacia la ventana, como si no quisiera que la noche terminara todavía. Yo tampoco quería.
—Bueno… gracias por todo.—dijo al abrir la puerta, con una timidez adorable.
No podía dejarla ir así. Después de lo que habíamos vivido, después de ese beso, no podía conformarme con un simple “gracias”.
—Ey—la detuve, inclinándome un poco hacia ella—, ¿no vas a despedirte bien?
Olivia me miró con sorpresa, los ojos brillando como si la hubiera pillado desprevenida. Dudó un segundo y entonces, antes de que pudiera reaccionar, se inclinó hacia mí y me dio un beso.
No en la boca, no como antes… sino en la comisura de mis labios, tan cerca que sentí un cosquilleo recorrerme por completo.
—Buenas noches, Adrián —susurró con una sonrisa nerviosa y bajó del auto rápidamente, como si temiera que pudiera decir algo más.
La vi correr hacia la puerta de su casa y no pude evitar sonreír. Me llevé los dedos a la comisura de mis labios, todavía sintiendo el calor de ese contacto.
Era tan… ella. Dulce, tímida, pero valiente en su propia forma.
Me quedé allí unos segundos más, intentando guardar ese momento en la memoria, antes de arrancar y volver a mi casa.
La sonrisa se me borró apenas crucé la puerta de mi casa. El ambiente era distinto, denso, como si me estuvieran esperando. Y no me equivoqué.
Mis padres estaban en la sala, serios, con los papeles del simulacro extendidos sobre la mesa.
—Adrián —la voz de mi padre fue cortante, dura—. ¿Quieres explicarme por qué no tienes el mejor puntaje?
—Es solo un simulacro —respondí, intentando mantener la calma.
—¡Un simulacro que refleja tu preparación! —replicó él, levantando la voz.
Mi madre, en silencio, asintió con expresión severa.
Sabía lo que venía: comparaciones, reproches, planes para que estudiara más horas, más presión, como si mi vida entera tuviera que girar en torno a esos números.
Los miré un instante, cansado. Una parte de mí quería gritarles, decirles que no entendían, que por una vez quería vivir sin sentir que todo era un examen que tenía que aprobar.
Pero ¿de qué serviría? Ya había aprendido que las discusiones en esta casa eran círculos que no llevaban a ninguna parte.
Así que simplemente guardé silencio. Agaché la cabeza, fingí que los escuchaba, y luego subí a mi cuarto en cuanto tuve oportunidad.
Al cerrar la puerta detrás de mí, me dejé caer en la cama con un suspiro pesado. Saqué el teléfono de mi bolsillo y abrí la conversación con Olivia.
Su nombre en la pantalla era lo único que lograba aliviar esa sensación de asfixia que siempre me dejaban mis padres.
La foto que le había tomado esa tarde en el museo seguía allí, en nuestra conversación. Sonreí débilmente al verla. Olivia.
Ella era la única parte de mi día que realmente me pertenecía, lo único que nadie podía quitarme.
Mientras afuera todo parecía exigirme más de lo que podía dar, en ese momento recordé la suavidad de sus labios, el brillo de sus ojos bajo las linternas, y me repetí a mí mismo que, al menos con ella, no necesitaba ser perfecto. Solo podía ser yo.
Y con esa idea, sentí que podía respirar.
Esa noche no pude dormir.
Me giraba de un lado a otro en la cama, repasando cada instante de la cita: la sonrisa de Olivia al ver aquel vinilo que terminé regalándole, su mirada fascinada en el museo mientras enfocaba la cámara hacia los cuadros, su risa cuando yo le señalaba cosas sin sentido solo para verla reír… y, por supuesto, el beso bajo las linternas.
Cada recuerdo era un incendio en mi pecho. Tenía miedo de que al día siguiente ella lo viera todo como algo pasajero, o peor aún, que pensara que me había precipitado.
Así que, en un impulso, tomé el celular y le escribí:
—¿Te gustó la salida de hoy?
La pantalla se quedó en silencio unos segundos, y mi ansiedad subió como un río desbordado. Pero entonces vi los tres puntitos moverse y el corazón me dio un salto.
—Me encantó, Quisiera salir contigo más seguido.
Leí ese mensaje al menos cinco veces. “Más seguido.” Ella quería seguir viéndome.
Sonreí como un idiota, enterrando la cara en la almohada para no hacer ruido.
Respondí rápido, antes de que mis nervios me hicieran borrar lo que quería decir:
—Entonces, ¿qué te parece si mañana pasamos el receso juntos?
La respuesta llegó en segundos:
—Estaría encantada.
No sé por qué, pero esas cuatro palabras me hicieron sentir como si hubiera ganado una batalla importante.
Como si, poco a poco, Olivia y yo estuviéramos construyendo algo que ni mis padres ni nadie más podía arruinar.
Antes de cerrar la conversación, busqué en mi galería la foto que le había tomado en el museo.
Había capturado justo el momento en que ella observaba un cuadro, concentrada, con la luz cayendo sobre su rostro y resaltando cada detalle de su expresión.
Para mí, era una de las imágenes más hermosas que había tomado jamás.
Se la envié con un breve mensaje:
—Sales muy hermosa en esta foto. Creo que nunca había visto a alguien encajar tan perfectamente en un museo como tú.
Tardó un poco más en responder esta vez. Y por un instante me preocupé de haber sonado demasiado directo. Pero entonces, su contestación apareció en la pantalla:
—No sabía que también eras bueno para decir cosas bonitas… gracias,. Me gusta que me veas así.
Me quedé observando esas palabras, como si fueran un tesoro. Cerré los ojos con una sonrisa suave, sintiendo que el insomnio por primera vez no me pesaba tanto.