MATTEO LOMBARDI
La mañana empieza justo como me gusta: silenciosa, elegante y perfectamente alineada con mi idea del orden. El sol entra por los ventanales de mi ático en Milán con un ángulo casi artístico, como si la luz misma entendiera que mi cara solo debe ser iluminada en tres cuartos para verse impecable.
Me estiro. No demasiado, claro. No soy un gato salvaje. Simplemente levanto los brazos lo justo para sentir mis músculos trabajar y comprobar que sigo siendo, sin duda, el más atractivo de los Lombardi. No es difícil superar a mi familia en esa categoría, pero igual lo valoro. Uno nunca sabe cuándo la naturaleza va a decidir arruinarte la genética.
Camino hacia la cocina y me preparo un espresso. Uno de verdad, no esa basura diluida que beben los turistas. Mi máquina es tan precisa que debería considerarse un aparato médico.
Tomo un sorbo. Perfecto. Y por perfecto, quiero decir que yo soy perfecto por haberlo preparado.
Mientras bebo, abro mi agenda digital. Mi asistente la mantiene organizada, pero siempre reviso todo por si ella olvida algo. Y no porque dude de su capacidad, sino porque nadie puede igualar mi nivel de excelencia.
Reunión a las 9 con los inversionistas japoneses.
Llamada con la revista Vogue a las 11.
Almuerzo con el alcalde a la 1.
Sesión de fotos para la nueva campaña a las 4.
Cena de gala a las 8.
Mi día está lleno. Mi ego, también.
Me miro en el espejo de la entrada antes de salir. No por vanidad. Por responsabilidad pública. Si voy a caminar entre simples mortales, lo menos que puedo hacer es asegurarme de que me vean en su mejor versión disponible.
Llevo un traje azul oscuro impecablemente planchado. El corte italiano me sienta tan bien que debería pagarme por usarlo. Me paso una mano por el cabello, que se mantiene en su sitio sin esfuerzo. Claro que no se mueve. Hasta mi pelo sabe obedecer.
Salgo a la calle. La ciudad despierta a mi alrededor con ese sonido que mezcla caos, velocidad y bocinas, pero yo camino como si tuviera un filtro especial que me protege del ruido. Es un talento natural. Matteo Lombardi nunca pierde la compostura.
Mi chofer me espera frente al edificio. Abro la puerta del auto, me acomodo y dejo escapar un suspiro profundo. No porque esté cansado, sino porque sé que me espera un día de productividad brillante. A veces me sorprendo de lo mucho que logro sin despeinarme.
Mientras avanzo hacia la oficina, reviso mis redes sociales. Mi publicación de ayer, una foto mía con una copa de vino en una terraza ridículamente cara, tiene más de doscientas mil reacciones. La gente nunca se cansa de mirarme. Y los entiendo.
—Señor, ¿desea pasar por la cafetería antes? —pregunta mi chofer.
—No —respondo sin mirarlo—. Quiero llegar a tiempo para la reunión. No puedo dar la impresión de que mi vida es caótica.
La palabra “caos” me da una especie de alergia emocional. Yo, Matteo Lombardi, no convivo con el caos. Soy tan ordenado que a veces sospecho que mis objetos tienen miedo de no alinearse solos cuando los dejo en la mesa.
Al llegar, entro a mi edificio corporativo: Lombardi Capital. Mi imperio. Mi reino. Mi santuario.
El lugar donde todo el mundo sabe que si quiero algo, lo necesito para ayer.
Mis empleados se ponen rectos cuando paso. Algunos saludan, otros sonríen demasiado. A la gente le gusta quedar bien conmigo. Todo normal.
En mi oficina, el aroma a madera y cuero me recibe como siempre. Ese olor que dice “aquí vive un hombre que lo tiene todo bajo control”.
Comienza la reunión con los inversionistas japoneses. Hablan, discuten, preguntan. Yo asiento con esa expresión que he perfeccionado: la mezcla exacta entre interés y superioridad. Cuando intervengo, todos se callan. No porque les imponga miedo. Bueno, un poco sí. Pero también porque saben que tengo razón. Siempre la tengo.
Después de dos horas, la reunión termina con un acuerdo a mi favor. Obvio.
Me felicito mentalmente. No en voz alta. No soy tan arrogante. Solo lo suficiente.
La mañana continúa como un carrusel de éxitos perfectamente calculados. La llamada con Vogue es un elogio tras otro a mi estilo. El almuerzo con el alcalde es una danza de sonrisas diplomáticas donde cada cosa que digo parece impresionar a todos.
Mi vida es una obra maestra y yo soy el pintor.
Al volver a la oficina, ya casi al final del día laboral, me dejo caer sobre mi silla de cuero- Cierro los ojos un momento. Podría parecer cansancio, pero no es eso. Es satisfacción. Esta es la vida perfecta. Sin distracciones. Sin desorden. Sin problemas ajenos.
Nada que pueda alterar mi armonía.
Hasta que la puerta se abre de golpe.
No de manera suave. No con educación.
No.
Con violencia.
Como si alguien hubiera decidido que mi oficina era la entrada de un circo ambulante.
Abro los ojos.