Un problema con doble peso

2. Manual para no perder la cordura

MATTEO LOMBARDI

Sigo sentado frente a la mujer desconocida y los dos bebés como si estuviera contemplando un incendio desde muy lejos, esperando que alguien más lo apague. Pero no hay nadie más. Solo estoy yo. Matteo Lombardi. Un adulto responsable según la ley, pero un fugitivo emocional en la práctica.

—Voy a repetir esto —digo, levantando una mano como si estuviera dando una conferencia—. Mi hermano… tenía… hijos.

—Sí —responde ella.

—Y yo soy… el tutor legal.

—Exacto.

—Y tú me los traes… así.

—No había otra forma —dice, como si cargar dos bebés fuera tan común como llevar una pizza.

Niego con la cabeza. No puedo aceptar esto. No lo acepto. No lo entiendo. No lo quiero.

Los bebés empiezan a moverse, inquietos. Uno hace un ruidito que parece el preludio del fin del mundo.

—Por favor, que no lloren —susurro.

—Son bebés. Lloran —inquiere como si fuera obvio.

Intento respirar profundamente, pero el aire parece espeso. Como si la realidad misma tratara de entrar a la fuerza en mi cuerpo y yo estuviera cerrándole la puerta.

Ella avanza hacia mí. Me tiende uno de los bebés.

Yo doy un salto hacia atrás tan brusco que mi silla se mueve.

—¡No! No, no, no. No me des eso.

—“Eso” —repite ella, frunciendo el ceño—. Es un bebé, Matteo.

—Lo sé. Ese es el problema.

Lo mira todo alrededor: mi oficina impecable, mis paredes perfectamente ordenadas, mis libros sin un milímetro fuera de lugar. Y luego me mira a mí, como si fuera un extraterrestre que nunca ha visto una criatura humana.

—¿Alguna vez cargaste un bebé? —pregunta.

—¿Tengo cara de que cargo bebés?

Ella suspira, agotada. Se nota que lleva muchas noches sin dormir. Tiene ojeras oscuras, el cabello rebelde, la ropa sin planchar. Cada parte de ella grita “he luchado contra dos criaturas diminutas y he perdido”.

—Escucha, Matteo. No estoy aquí porque quiera arruinar tu día. Estoy aquí porque no puedo seguir sola. Tu hermano me pidió que cuidara de ellos. Lo hice hasta que ya no pude más. Perdí mi empleo, dejé la universidad y estoy viviendo en un apartamento que apesta a leche vieja. No puedo. Simplemente… no puedo más.

Traga saliva, y por un segundo parece que va a llorar. Y yo, que nunca sé qué hacer con gente llorando, siento un sudor frío correr por mi nuca.

—No llores —digo—. Por favor. Hazme ese favor.

Ella aprieta los labios y se recompone. Agradezco al universo por eso.

—Aquí están los documentos —dice, sacando unos papeles arrugados de su bolso gigante—. Todo está firmado por tu hermano. Y el tribunal lo confirmó hace tres semanas.

Tomo los papeles con cuidado. Como si pudieran morderme. Los reviso por encima. Y sí, ahí está su firma. La conozco. Elegante. Algo inclinada. Inconfundible.

Un peso invisible se instala en mi pecho.

Mi hermano.

Siempre tan reservado. Tan distante. Tan… oculto.

—¿Cómo se llaman? —pregunto, apenas en un hilo de voz.

—El mayor se llama Luca —dice, acariciando al bebé que sostiene en su brazo derecho—. Y la pequeña es Bianca.

Bianca.

Un nombre suave.

Un nombre que parece una gota de luz.

Intento no sentir nada. No debo sentir nada. Las emociones son como fuegos artificiales: bonitos desde lejos, peligrosos de cerca.

—Matteo, tienes que cargarlos —dice ella de pronto.

—No.

—Sí.

—No estoy capacitado para cargar bebés.

—Nadie nace capacitado. Solo se hace.

—No quiero “hacerme” nada.

Ella avanza otro paso. Yo retrocedo. Nos movemos por la oficina como en un duelo del Viejo Oeste, solo que en vez de pistolas ella lleva un bebé que parece a punto de explotar en llanto.

—Matteo, es solo un bebé.

—Exacto. Por eso mismo. Son impredecibles. Pequeños. Frágiles. Lloran. Tienen manos pegajosas. Y la gravedad siempre odia a los bebés.

Ella pone los ojos en blanco.

—Lo vas a cargar. Ahora.

—No.

Pero entonces veo algo peor que un bebé llorando.

Veo a Luca frunciendo el ceño, a punto de estallar en un chillido que probablemente destruiría mis tímpanos.

—¡Está bien! ¡Está bien! ¡Dámelo! Pero lentamente. Muy lentamente. Como si estuvieras transfiriendo una bomba.

Ella sonríe apenas. Una sonrisa cansada, pero real.

Y me coloca a Luca en los brazos.

Mi primer pensamiento es:

Soy incapaz de sostener este nivel de responsabilidad.




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