Después de la paliza, mi mala imagen terminó de ser aniquilada. Por ese entonces, corría el año de 1967.
Yo era un muchacho de 15 años, sin ninguna clase de amigos, sin alguna clase de fe o de esperanza en la vida. Era sólo un maldito yugoslavo que nunca acababa de encajar entre los adolescentes canadienses. Todos aún me rechazaban por mi origen, y si era tímido, después de la golpiza casi no me conocían la voz.
Mi vida estaba a punto de empezar a cambiar. Pero para eso, aún faltaba otra tragedia para que el cambio se pusiera en marcha.
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