Un rayo de esperanza

7. Mi intento de suicidio

Anteriormente yo decía que mi vida había sido un calvario durante los últimos 9 años. Insultos e improperios a toda hora, casi sin descanso. Por entonces salía de la casa, casi que sólo para la escuela, y eso, me sentía obligado.

Pero, repitiendo un renglón del anterior capítulo, aún faltaba otro descalabro para que mi vida empezara a cambiar de verdad. Y es que por esa época estaba firmemente decidido a acabar con mi vida, aunque la oportunidad nunca se me había mostrado claramente.

Es más, era la segunda vez que intentaba suicidarme. El primer intento fue en octubre de 1965. En esa ocasión, quise colgarme de mi habitación con una de las corbatas de mi papá. Pero, por cosas de la vida, pude disimular, diciendo que quería volar. Mi padre no entendió mi excusa, pero de todas formas me regañó.

No volví a intentar suicidarme, hasta ese momento. El 25 de noviembre de 1967 tuve una oportunidad de oro. Era un sábado de otoño, y el invierno se acercaba. Ese día salí a caminar por el vecindario. Pasé por la escuela, que estaba desierta. Lógico, era fin de semana.

El semáforo cambió y crucé apresuradamente la calle. Entré a la escuela, subí al tercer piso y entré en un salón. Abrí una ventana grande y me paré sobre la cornisa. Veía el tráfico de la avenida pasar bajo mis pies. En ese momento, cerré mis ojos, respiré hondo, y me lancé al vacío.

Sin embargo, sentí que algo me sujetaba del brazo y no me dejaba caer. Miré hacia arriba y vi que era uno de los empleados de mantenimiento de la escuela, ayudado por un colega para no dejarme caer. Como pudieron, me subieron de vuelta al edificio, me preguntaron por qué intenté suicidarme. Les contesté:

–Sí, claro. El yugoslavo no soporta tantas humillaciones, ¿ y ahora no quieren que se muera? ¿No estaría ayudando al mundo así?

Los hombres quedaron consternados, llamaron a mis padres y me enviaron a casa.

Al llegar, mi madre estaba hecha un mar de nervios, y mi padre era una mezcla de nervios y enojo. Ni bien terminé de llegar, me gritó:
–¿Ahora resulta que eres un cobarde? ¿Qué no tienes huevos para enfrentar la situación?

–Asmir, por favor, ¡no le hables así a Tyler!–mi madre había llegado de la cocina y escuchado todo el jaleo.

–Regresa a la cocina, Kamila–respondió él–. Esto es un asunto que hay que solucionar entre hombres. O más bien, entre hombre y... ¿Marica?

–¡Suficiente, Asmir!–reclamó–. Tyler también es mi hijo y puedo intervenir perfectamente en el asunto. Merece también que lo respetes, así como tú esperas que como hijo te respete. ¡Y no me digas qué hacer!

Allí mi padre cayó en cuenta de su error.

–Oh, cierto–respondió apenado–. Te entiendo Kamila, perdóname. Mira, voy a hablar con Tyler yo solo, luego irás tú por aparte. ¿De acuerdo?

Mi madre quedó encantada con la idea.

–Claro. Todo lo que tenga que ver con Tyler también nos afecta a nosotros. Está perfecto, Asmir.

–Claro. Voy a hablar con él enseguida.

Luego de hablar con ellos, quedaron preocupados por mi proceder, y resolvieron enviarme al psicólogo para tratar mi situación.

–¡¿Un psicólogo?! ¡No estoy loco! ¡No iré a ninguna parte!–exploté luego que me hicieron saber su decisión.

–A ver, Tyler. Te calmas, te callas y te sientas–dijo mi padre con voz autoritaria.

Contra mi voluntad obedecí.

–Un suicidio no es nada normal, hijo–dijo mi madre, preocupada.

–¿Y cómo hago para acabar con este sufrimiento, mamá?–inquirí desconsolado–. ¡Dime!

–Lo harás contándole tu situación al psicólogo. Irás te guste o no–dijo mi padre, tajante.

Acto seguido los dos salieron de mi habitación, dejándome con mis dudas en el aire.



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En el texto hay: esperanza, amor, xenofobia

Editado: 25.08.2019

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