No pasó mucho tiempo para que Mónica y yo empezáramos a simpatizar. Mi reputación, gracias a eso, mejoró un poco, y la de ella, en justo contraste, descendió, aunque, claro, seguía siendo muy querida.
El tiempo volaba: ya estábamos en septiembre de 1968. Comenzábamos ya nuestro penúltimo año de secundaria y empezábamos a pensar qué haríamos el resto de nuestras vidas.
Volviendo atrás, recuerdo una de mis primeras conversaciones con ella:
–Hola, Tyler–me empezó a hablar una tarde que me sentía decaer en mi tristeza–. ¿Te pasa algo?
–Hola, Mónica. Sí, no estoy bien, la verdad.
–¿Por qué? ¿Qué tenés?–preguntó intrigada.
–¿No te parece injusto que por culpa de la política sientas que todos están contra ti?–le pregunté.
–¿A qué te referís?–me preguntó de vuelta.
–A que no he tenido una vida tan fácil por no ser canadiense. Osea, sí lo soy, pero mis padres no. Y eso me ha traído problemas–empecé a contarle.
–Tyler, sé que es duro cuando te mudas a otro lado a empezar desde cero. Ahora entiendo bien de qué me hablás. Mi familia y yo somos inmigrantes uruguayos. Vivíamos cómodamente en Montevideo, pero nos mudamos para acá porque mi padre era opositor del gobierno de Jorge Pacheco Areco, y empezaron a perseguirlos a todos.
–Vaya, tenemos historias parecidas. Mis padres son de Yugoslavia pero yo nací acá, dos años después de que llegaran. También escapaban de la persecución política, en este caso de la dictadura de Tito.
–¿Y por eso te maltratan?–Mónica empezaba a entender por qué yo era tan odiado.
–Exactamente. No tanto por el hecho de tener padres que huyen de un gobierno, sino por como está el mundo. Ya sabes, la Guerra Fría y esas cosas. Yugoslavia está entre los países comunistas, pero irónicamente se lleva muy bien con Occidente.
–Resulta estúpido–dijo ella–. Uruguay tampoco es que sea la gran cosa. Está lleno de corrupción. En fin, volviendo al tema. Vos sos un pibe de buena vibra. No entiendo por qué son así con vos.
–Por ser un maldito yugoslavo–dije entre lágrimas–. Nacido en Canadá pero de todos modos tengo sangre yugoslava. Suficiente para conocer el infierno.
–Vamos, Tyler–Mónica no daba su brazo a torcer–. No les prestés atención. Al contrario, deberías sentirte orgulloso de tus raíces. ¿Sabes?, desde que te vi supe que eras un gran chico, me gustaría hablar más seguido con vos. Me parecés interesante.
Era la primera vez que escuchaba una opinión absurdamente positiva sobre mí, de parte de alguien más que no fueran mis padres. No podía creer lo que acababa de escuchar.
–¿Perdón?–pregunté, con una sonrisa irónica–. ¿Escuché bien?
–Sí, señorito Stanković–dijo ella, con total seguridad.
–Stojanović–me molestaba tener que corregir mi apellido.
–Sí, lo que sea–dijo, restando importancia a mi molestia. Luego miró su reloj y, a la vez que me extendía un pequeño papel doblado a la mitad, me dijo–: Oh, debo irme. Llamáme esta noche.
–Claro, Mónica. Cuídate–me sentía mejor.
–Igualmente–sonrió. Me encantaba verla sonreír.
Después, justo antes de irse, plantó un beso en mi mejilla.
–¡Ah!–llamé su atención para que se diera la vuelta–. Gracias.
Ella hizo una expresión tierna.
–De nada, Tyler.
Y se marchó.