En diciembre de 1995 me encontraba de vuelta en Split. Estaba prestando mi turno de vigilancia de noche cuando el general Hadžibegić me ordenó dejar el turno e irme a dormir inmediatamente. Cuando pregunté el por qué, me dijeron que a la mañana siguiente tendría que viajar a Zagreb, a primera hora de la mañana. Allí me esperaba el coronel Ivica Subašić, que, según palabras del general Hadžibegić, tenía algo muy importante que decirme.
A la hora acordada el camión pasó por mí al cuartel. Después de un viaje más o menos largo estaba en Zagreb. Inmediatamente me condujeron al cuartel donde hasta hacía unos 3 meses vivía. Allí estaba el coronel Subašić.
Después del saludo protocolario, anunció con su voz de trueno:
–Soldado Stojanović, tengo un anuncio importante para usted.
–Bien pueda, mi coronel–respondí.
–Ya su espera terminó. Usted ha cumplido su tiempo de servicio en la guerra de Yugoslavia. Destacamos su valor, su entrega y su lealtad.
–Muchas gracias, mi coronel. Esta es como mi segunda patria, y no hice más que devolverle lo que ella me ha dado. Mis padres, por ejemplo–contesté.
–He notificado a su familia en Toronto. En tres días un avión lo llevará a casa. Mientras tanto puede cumplir detalles logísticos menores y organizar sus pertenencias para cuando tenga que partir.
Lloré de la emoción y por la satisfacción del deber cumplido.
–Muchas gracias.
–Tenga buenas tardes, soldado Stojanović–se despidió fríamente el coronel.
–Buenas tardes para usted, mi coronel–lo saludé de vuelta.
Regresé a Split inmediatamente. Cumplí con el papeleo requerido, y a los tres días ya estaba en el aeropuerto, embarcando de regreso a Toronto.
Fue un viaje largo: 10 horas y media, sin contar dos horas de escala en Londres. Cuando llegué, mi familia me esperaba. Quedé sorprendido al ver lo grandes que estaban mis hijos. Manuel tenía 13 años en ese momento, Mariana tenía 11, Milena tenía 8, y Mohamed, que lo había visto por última vez como un bebé, tenía 5 años ya.
Naturalmente, a los niños les partió el alma ver a su padre en muletas, un parche en el ojo y sin la mitad de una pierna, además de varias cicatrices en su cara. Ellos vinieron corriendo y gritando: '¡Papá!'. Me agaché y los abracé. Lloré al verlos tan grandes y no haberlos visto crecer como me hubiera gustado.
Abracé a mis padres, y a los de Mónica. Luego fui donde ella. Me besó y lloró conmigo. Fue muy conmovedor.
Sin embargo, no todo era color de rosa. Las cosas se empezaron a poner tensas. Decidí confesarle a Mónica de mis aventuras amorosas mientras estaba peleando en Croacia. Obviamente eso no le cayó bien.
–¡Me traicionaste! ¡Desgraciado!–me gritaba. Y tenía razón.
Pero un tiempo después, algo me dijo que su reacción era una especie de cortina de humo. Un amigo me contó que Mónica me era infiel desde hacía dos años, mientras me encontraba en Croacia. Le pregunté a ella directamente, sin lograr resultados. Entonces decidí seguirla.
Una noche, en junio de 1997, los niños dormían. Eran más de las 10 de la noche. Mónica salió muy arreglada de la casa, y subió a un Mercedes Benz último modelo que la esperaba afuera. Yo tomé mi carro, un no tan viejo Chevrolet Monza de 1990, y me dediqué a seguir al Mercedes. Entró en un motel. Yo me estacioné afuera y me bajé en una tienda cercana. Esperé 3 horas. Cuando iba regresando al carro, ellos, casualmente, iban saliendo. Era casi la 1 de la mañana. La ocasión perfecta.
–Ahora entiendo por qué te hacías la víctima, perra–le dije cuando pasó cerca de mí.
Mónica pegó un brinco del susto.
–¡Tyler, me asustaste! ¿Qué hacés aquí?–contestó.
–Eso te pregunto yo a ti. ¿Qué coño haces tú aquí con ese infeliz?–le grité.
–Tyler, no es lo que parece...–empezó a decir.
–¿No es lo que parece? ¿Acaso vienes a un motel a pasear o qué?–le dije, furibundo.
Mónica no respondió. Sabía bien que yo tenía la razón. Pensó un rato y gritó:
–¿Y por qué venís a reclamarme, si vos me fuiste infiel primero? ¿Por qué cuando estabas en Croacia no me dijiste que me eras infiel?
–No quería partir tu corazón, pero te lo dije. Y tú en cambio no me dijiste nada: ¡me enteré porque me avisó George! ¿Esa es la confianza que me tienes? Maldita sea, Mónica. Fueron 28 años juntos que se han ido a la basura–dije con lágrimas en los ojos. Acto seguido, encendí el Monza y me fui de ahí. Mónica se quedó llorando en la fachada del motel, pero en ese momento no me interesaba.
Estuve vagando por la ciudad. Eran las 2:30 de la mañana, y me dolía en el pecho la traición de Mónica, aunque también me dolía haberla traicionado yo primero. Entré en un bar que aún seguía abierto, y empecé a tomar, hasta que perdí el sentido.