Un Reino en Ruinas: torneo de dragones.

Prólogo.

Cuando los tambores del caos resonaron por primera vez en mi vida, yo tenía apenas nueve años. Recuerdo cómo los cielos se partieron en dos, desgarrados por el rugido de las criaturas que siempre había temido pero también admirado. El fuego no es solo calor; es devastación, renacimiento y un recordatorio de que lo frágil puede quebrarse con un simple soplo del destino.

Esa noche, Salt Castle ardía.

Me encontraba en los jardines reales, escondida tras los árboles de ébano, jugando con mi hermano Oliver. Era uno de esos días en los que su risa era contagiosa, y por un breve momento olvidé nuestra rivalidad innata, la carga de los títulos que pendían sobre nuestras cabezas. Pero la paz de nuestra infancia fue arrancada de raíz cuando un alarido desgarrador cruzó el aire.

—¿Qué fue eso? —pregunté, el corazón latiendo con fuerza.

Oliver me tomó del brazo, su rostro pálido pero decidido. Antes de que pudiera responder, un dragón se precipitó desde los cielos. Sus alas eran enormes, velas negras que ocultaban la luna, y su aliento iluminó los muros del castillo con llamas doradas.

Gritos resonaron en todas direcciones. Sirvientes, soldados y nobles corrían como sombras bajo la furia de los dragones. Mi padre, el rey Rupert, salió al patio, montando a su imponente dragón real, Ignarth, un fulgorath dorado cuya majestuosidad era igualada solo por su ferocidad. Lo vi alzarse en el cielo, liderando la defensa.

—¡Sapphire, corre al refugio! —gritó mi madre desde la entrada del castillo, pero yo estaba paralizada.

Oliver me empujó hacia el interior mientras otro dragón aterrizaba, aplastando una fuente cercana con un rugido. Sus ojos brillaban con un odio animal, y sentí cómo el calor de sus llamas quemaba la piel expuesta de mis manos.

Logramos llegar a los corredores principales, pero las paredes parecían cerrarse sobre nosotros. Todo era caos, fuego y destrucción.

—¡No pares, Phire! —gritó Oliver, su voz llena de una mezcla de miedo y determinación.

Pero yo paré. En medio del caos, mi mirada se encontró con la de una criatura que nunca había visto antes. Era un dragón más pequeño que los demás, escondido entre las sombras del gran salón. Sus ojos eran de un azul helado, como si ocultaran un mar congelado en su interior, y su cuerpo era oscuro, con reflejos plateados que brillaban como estrellas.

No sabía entonces que ese encuentro cambiaría mi vida.

Cuando los soldados finalmente nos encontraron, nos llevaron a los refugios subterráneos. La batalla en la superficie duró toda la noche, y cuando el sol finalmente asomó por el horizonte, Salt Castle era apenas una sombra de lo que había sido.

Mi madre murió esa noche. Mi padre, herido y envejecido, ordenó la reconstrucción inmediata del castillo, pero nada podía reconstruir lo que habíamos perdido.

Los días que siguieron estuvieron llenos de ceremonias y promesas de venganza. Oliver y yo nos volvimos extraños, cada uno lidiando con el trauma a su manera. Él se volvió frío, distante, mientras yo soñaba con aquel dragón de ojos azules.

Ese fue el inicio de todo. La noche en que descubrí que los dragones no solo eran armas de guerra, sino seres que podían elegir su destino. Y yo... yo estaba destinada a cambiar ese destino.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.