Sapphire, 1718, d.p.S.
El día había llegado. Después de dieciocho inviernos, las celebraciones que marcaban mi mayoría de edad inundaban las grandes torres y murallas de Salt Castle, el castillo que gobernaba nuestra tierra desde el corazón de la Cordillera Brillante. Pero lo que debía ser un día de júbilo estaba teñido por una mezcla de nerviosismo y expectativa.
Desde mi infancia, se me había preparado para este momento: el vínculo con mi dragón, una criatura que sería mi guardián, mi arma, y mi alma gemela. Pero mi dragón no era como los demás.
—Lady Sapphire, ¿estás lista? —preguntó Corina, mi dama de compañía, entrando a mis aposentos con un vestido de tonos carmesí y oro.
Asentí frente al espejo, ajustando los últimos detalles del traje de acero rojo de la Casa Solaris.
—¿Qué se dice entre los invitados? —pregunté, mientras me aseguraba de que mi cabello recogido dejara a la vista las joyas familiares.
Corina dudó un instante antes de responder. —Hablan de Ecliptharion. Dicen que es demasiado… salvaje para ser domado.
Ecliptharion, el dragón que esperaba en el Santuario de Fuego, no era como los fulgoraths típicos que se vinculaban con los miembros de la realeza. Era mitad fulgorath y mitad umbravius, una mezcla que ningún príncipe o princesa había intentado reclamar. Desde el momento en que su huevo había sido colocado en el santuario, todos los augurios indicaban que él estaba destinado a mí.
Mientras cruzaba los pasillos del castillo, los nobles inclinaban la cabeza, pero sus murmullos me alcanzaban.
—¿Será capaz?
—Dicen que el dragón ya ha rechazado a otros.
—Es un riesgo. Si no lo logra…
Ignoré los comentarios, aunque una pequeña parte de mí sentía la misma duda. Mi padre, el Rey Rupert, me esperaba en el Salón de las Coronas. Su presencia siempre imponía, pero esa mañana parecía incluso más solemne.
—Hija, ¿cómo te sientes? —me preguntó, colocándome las manos en los hombros.
—Lista, padre. —Mi respuesta fue firme, aunque mi corazón latía con fuerza.
Rupert asintió. —Recuerda quién eres. No dejes que nadie, ni siquiera una criatura tan poderosa como Ecliptharion, cuestione tu lugar en esta familia.
Con esas palabras resonando en mi mente, atravesé las puertas hacia el Santuario de Fuego. La enorme caverna estaba iluminada por un fulgor rojo, creado por los ríos de lava que fluían bajo el suelo de cristal negro. Y allí estaba él: Ecliptharion.
La caverna resonaba con un eco profundo, el rugido de las cascadas de lava que caían en pozos incandescentes a ambos lados del camino de piedra negra. Todo en el Santuario de Fuego era un recordatorio de que sólo los valientes sobrevivían allí.
Mis botas, reforzadas con acero, golpeaban con decisión la roca caliente mientras avanzaba. La capa de sudor en mi frente no tenía nada que ver con el calor sofocante; era la adrenalina. A diferencia de las princesas que adornaban los cuentos, no llevaba un vestido pomposo ni joyas que brillaran. Mi traje de combate, de un rojo intenso con bordados negros que representaban las llamas de Solaris, era mi única armadura.
Detrás de mí, las puertas del Santuario se cerraron con un estruendo, dejando atrás el mundo conocido. Mi respiración se aceleró, pero no me detuve. Frente a mí, en el corazón de la caverna, podía sentirlo antes de verlo.
Ecliptharion.
El dragón estaba allí, envuelto en penumbras, como si fuera parte del abismo mismo. Un par de ojos dorados destellaron en la oscuridad, siguiéndome con una intensidad que hizo que mi pecho se apretara. La leyenda decía que este dragón no podía ser domado, que había quemado a los pocos que intentaron acercarse. Pero si había aprendido algo siendo hija del rey Rupert, era que el miedo nunca debía detenerte.
Un rugido profundo sacudió la caverna, y las llamas bailaron en las paredes. Las sombras de las estalagmitas se alargaron y retorcieron como si cobraran vida. Ecliptharion salió de las sombras, mostrando su imponente figura. Sus escamas eran negras como el vacío, y líneas azul eléctrico brillaban a lo largo de su cuerpo como relámpagos atrapados bajo su piel.
Di un paso adelante.
El rugido que soltó esta vez fue un desafío directo. Sus alas se extendieron, enormes como velas de un barco maldito, y su cola golpeó el suelo, haciendo que el suelo vibrara bajo mis pies.
—¡No pienso retroceder! —grité, levantando la voz para que se escuchara por encima del estruendo.
Corrí hacia él. Sí, corrí, no caminé. Con cada paso, mi cuerpo se llenaba de determinación. Si quería respeto, si quería que este dragón entendiera quién era yo, no bastaba con hablar.
Cuando me acerqué lo suficiente como para sentir su aliento cálido, Ecliptharion inclinó su cabeza hacia mí y soltó un ruido gutural, un gruñido que parecía una advertencia. Pero en lugar de detenerme, me planté frente a él, mirándolo directamente a los ojos.
—¿Eso es todo? —susurré, aunque mi corazón latía tan rápido que pensé que explotaría.
El dragón movió su enorme cabeza hacia un lado, sus pupilas contrayéndose como si estuviera evaluándome. En un movimiento rápido, su cola se alzó y azotó el aire frente a mí, lo suficientemente cerca como para hacerme tambalear. Me enderecé, limpiándome el polvo del rostro y dando un paso más.
De repente, Ecliptharion soltó un grito agudo, algo entre un rugido y una carcajada. Fue entonces cuando lo entendí: me estaba probando.
—¿Crees que soy débil? —murmuré, y con un movimiento ágil, desenfundé la espada que llevaba en la cintura. No para atacarlo, sino para clavarla en el suelo frente a mí. El metal brilló con la luz de la lava, y mi gesto lo hizo detenerse. Por un instante, el dragón inclinó la cabeza hacia un lado, curioso. Luego avanzó, acercándose lo suficiente como para que su aliento ardiente golpeara mi rostro.
Mi instinto gritaba que retrocediera, pero me quedé firme.