Camille
Volver a Lyon fue como sumergirme en agua helada.
Mi pequeño apartamento sobre la florería, mis tazas de té a medio lavar, mi agenda llena de pedidos de bodas ajenas… Todo parecía intacto, como si yo no hubiera cambiado. Como si Julien no hubiera pasado por mi cama. Por mi cuerpo.
Pero yo no era la misma.
Me lancé de cabeza al trabajo. Ataba ramos, organizaba pedidos, regañaba a mi proveedor de rosas por teléfono. Fingía que todo estaba bien. Que no sentía un vacío extraño justo debajo del estómago cada vez que me acordaba de él.
Pasaron días. Una semana. Luego otra. Julien no llamó. Yo tampoco. A veces me descubría a punto de escribirle un mensaje. «¿Volverás a Lyon?» —borraba la pregunta antes de enviar nada.
Al principio solo era la tristeza. Después llegó algo más.
Las náuseas. Los mareos. La cabeza dándome vueltas mientras colocaba girasoles en cubos de agua fría. Una mañana casi me desmayé tras preparar un pedido enorme para un hotel.
—¡Camille! —Chloé me atrapó justo a tiempo. Había pasado a visitarme sin avisar. —Estás pálida. ¿Has comido algo?
—Solo estoy cansada —mentí. Me solté de su brazo. —Debo terminar estos ramos.
Ella me miró raro. Empezó a sospechar, lo vi en sus ojos. Pero no dijo nada. Me dejó sola tras prometer que volvería con sopa caliente.
Ese día cerré la tienda antes de tiempo. Me tumbé en el sofá, abrazada a una manta, intentando recordar cada detalle de esa noche: la forma en que Julien me besó, lo que susurró contra mi cuello, el calor que todavía sentía si cerraba los ojos.
Pero cada recuerdo chocaba contra el silencio de ahora. Contra la ausencia de sus mensajes. Contra su coche alejándose en Provenza.
Me llevé una mano al vientre. Una punzada de miedo se mezcló con algo que no quería nombrar todavía.
Tal vez era solo estrés. Tal vez era solo culpa.
Pero, en el fondo, ya sabía que no era solo eso.
Algo estaba cambiando dentro de mí. Y ni Julien, ni mis flores, ni yo misma estaba lista para enfrentar lo que significaba.
Editado: 30.07.2025