Julien
La primera semana después de la boda la pasé metido en la oficina de París, fingiendo que todo estaba bien. Mi equipo me hablaba de planos, de inversores, de citas para reuniones… y yo asentía, firmaba papeles, respondía correos que ni leía.
Cada noche llegaba a mi departamento vacío y me preguntaba qué demonios había hecho.
Por primera vez en años, no sabía cómo poner distancia entre lo que quería y lo que debía hacer.
Camille.
Ella seguía apareciendo en cada maldito sueño. Su risa. Sus manos. La forma en que sus piernas se enredaron en mi cintura esa noche.
Arrête de fuir, Julien.
Como si fuera tan fácil.
Théo me escribió un par de veces: «¿Todo bien?», «Gracias por venir a la boda». Yo respondí con frases cortas. Me sentía un impostor cada vez que leía su nombre. Cada vez que recordaba lo que le había hecho.
Me repetía que había sido un error. Una confusión. Que Camille me había buscado —sí—, pero que yo debí detenerla. Que ella era la hermana de mi mejor amigo. Nada más.
Pero cada mentira que me decía se deshacía apenas cerraba los ojos.
Una noche, mientras revisaba planos en la mesa de la cocina, Chloé —la amiga de Camille— me llamó. Dudé en contestar, pero algo me dijo que debía hacerlo.
—Julien, ¿has hablado con Camille? —preguntó, directa. Su voz tenía ese filo de preocupación que me hizo tensar la mandíbula.
—No. ¿Por qué lo haría? —contesté demasiado rápido.
—Porque está… no sé, rara. No contesta mensajes, se encierra en la florería, se ve pálida. Algo pasa.
—No es asunto mío —mentí.
Ella suspiró. —Lo es. Aunque no quieras admitirlo.
Colgó antes de darme tiempo a responder.
Esa noche intenté escribirle. «¿Estás bien?» Borré el mensaje. Lo reescribí. Lo borré otra vez.
Me repetí que no había nada más que decir. Que todo debía quedar enterrado en Provenza, bajo la música de la boda y la risa de Théo.
Pero mientras miraba la ciudad dormida desde mi ventana, supe que estaba mintiendo. Y que las mentiras, aunque pequeñas, siempre vuelven.
Editado: 30.07.2025