Julien
La esperé fuera de la galería como un idiota.
Me senté en una mesa de la terraza de enfrente, un café frío delante, revisando correos que no entendía. Cada vez que pasaba alguien rubio, creía verla. Cada vez que la puerta de cristal se abría, contenía el aliento.
Camille siempre ha tenido ese efecto en mí: me deja esperando. Me hace sentir que todo puede ser posible y luego me quita el suelo bajo los pies.
Cuando por fin salió, cargaba su maletín y un ramo de flores pequeñas, como si necesitara aferrarse a algo para no temblar. Sus mejillas estaban rojas por el viento. Parecía cansada. Hermosa, como siempre.
Se detuvo al verme. Pensé que daría media vuelta, que inventaría una excusa para huir. Pero solo suspiró, cruzó la calle y se sentó frente a mí.
—No tengo mucho tiempo —dijo, dejándome claro que era ella la que tenía el control.
—Solo quiero hablar —contesté.
Nos quedamos en silencio. Un camarero se acercó; ella pidió un té, yo fingí interesarme por otro café. Cuando se fue, me quedé observándola.
Cada línea de su cara me resultaba demasiado familiar. Cada pestañeo, cada mechón de cabello escapando de su coleta.
—Estás diferente —solté, sin querer. No era una pregunta. Era una constatación. Algo en ella se había endurecido. Algo brillaba, pero era distinto.
Camille me miró, bajó la vista a sus manos, luego a la taza.
—Todos cambiamos, Julien. Es lo normal —respondió, con voz baja.
—No me contestas los mensajes —insistí.
Ella soltó una risa pequeña, amarga. —Solo mandaste uno. Ni siquiera lo terminaste.
No supe qué decir. Porque era cierto. Porque me quedé a mitad. Porque soy cobarde. Porque siempre fui cobarde con ella.
—¿Pasa algo? —pregunté, directo. —No me mientas.
Sus ojos se alzaron, verdes, brillantes, cansados. No contestó enseguida. Jugó con la cucharita, removió su té aunque no lo bebía.
—No pasa nada. Solo trabajo mucho —murmuró.
Mentía. Lo supe en sus pestañas, en su respiración contenida. Algo se escondía detrás de su voz. Algo que no quería darme.
Quise estirar la mano, tocarla, obligarla a decirme la verdad. Pero ella se levantó antes de que pudiera.
—Tengo que irme —dijo, recogiendo su bolso. —Gracias por el té.
Quise detenerla, decirle que no estaba bien, que yo tampoco. Que algo entre nosotros seguía ahí, encendido en cada mirada larga. Pero las palabras se quedaron atascadas, como siempre.
La vi alejarse entre las luces de París, envuelta en su abrigo, abrazando su pequeño secreto contra el pecho.
Y por primera vez desde Provenza supe que ella no era la única que mentía. Yo también me mentía si creía que podía dejarla ir.
Editado: 30.07.2025