El viento de la tarde era fresco, aún llevando los últimos vestigios de una lluvia ligera. Sofía caminaba por el estacionamiento del hotel con sus padres, las risas y los ecos de las vacaciones familiares aún vibraban en sus oídos. Su madre, con una sonrisa cansada, comentó algo sobre lo agradable que había sido el viaje, mientras su padre acomodaba las maletas en el baúl del coche.
—¿Lista para regresar a la rutina? —preguntó su padre, con ese tono cálido que siempre usaba para suavizar la vuelta a la realidad.
—Lo estoy —respondió yoselin, con un suspiro.
La puerta del coche se cerró con un golpe seco. Estaban a punto de salir cuando, de repente, una sombra emergió de la nada. Un chico joven, de no más de veinte años, apareció frente al vehículo. Su mirada era dura, tensa, y su mano temblaba al sostener una pistola que apuntaba directamente hacia ellos.
—¡Bajen del auto o súbanme, ahora mismo! —ordenó con voz quebrada.
El corazón de Yoselin se disparó, pero se obligó a mantener la calma. Sus padres, en cambio, palidecieron y miraron al chico con miedo.
—Tranquilos —susurró yoselin—. Pongan los audífonos y déjenme hablar con él.
—¿Qué? ¡No, yoselin! —dijo su madre con pánico.
—Por favor, confíen en mí —insistió yoselin, mirándolos a los ojos.
Dubitativos, sus padres asintieron y se colocaron los audífonos. Yoselin abrió la puerta del copiloto y le hizo un gesto al chico para que subiera.
—Está bien, puedes venir con nosotros —dijo con voz firme y tranquila.
El chico subió rápidamente y cerró la puerta. El arma seguía en su mano, pero ahora apuntaba hacia el suelo. Sus ojos oscuros estaban llenos de dolor y confusión.
—¿A dónde quieres que te llevemos? —preguntó ella suavemente.
—Lejos... donde sea. Solo arranquen.
Yoselin hizo una seña a su padre para que comenzara a conducir. El silencio era tenso, como una cuerda a punto de romperse. La chica respiró profundo y miró al desconocido con cuidado.
—No tienes que hacer esto —le dijo—. No estás aquí porque quieres hacerle daño a alguien. Puedo verlo en tus ojos.
El chico tragó saliva, evitando su mirada. Sus manos aún temblaban.
—No sabes nada de mí —murmuró él.
—Tal vez no —admitió ella—. Pero sí sé lo que es estar asustado y sentirse atrapado.
Él cerró los ojos por un segundo y su voz se quebró.
—No tenía opción... Estaba en una misión, y todo salió mal. Vi... vi cómo le quitaban la vida a alguien. No pude hacer nada. Y luego la policía llegó, ellos... ellos venían por nosotros. No soy un monstruo, pero nadie lo entendería.
—Yo sí te entiendo —dijo yoselin, su voz suave como una caricia—. Estás lidiando con una situación imposible. No estás solo en esto.
El chico la miró, con lágrimas acumulándose en sus ojos. Por primera vez, sus hombros se relajaron ligeramente. Yoselin extendió su mano y tocó suavemente su brazo.
—No te voy a juzgar —dijo—. A veces, necesitamos que alguien nos escuche y nos diga que no somos malas personas.
El chico respiró hondo y dejó que una lágrima se deslizara por su mejilla. Por primera vez, bajó el arma por completo. Yoselin sonrió y le dio un abrazo inesperado. Él se quedó quieto, como si no supiera cómo reaccionar, hasta que sus brazos finalmente la rodearon.
—Gracias —murmuró él—. Gracias por no tratarme como un criminal.
El auto redujo la velocidad. Estaban en una carretera desierta. El chico miró por la ventana, luego a ella.
—Bájenme aquí —dijo suavemente.
Yoselin asintió. Cuando el auto se detuvo, el chico abrió la puerta. Antes de salir, sacó un pequeño papel y anotó un número.
—Te debo una. Llámame si alguna vez necesitas ayuda.
—Lo haré —respondió ella, guardando el papel.
Él le dedicó una última mirada agradecida antes de cerrar la puerta y desaparecer por el camino. El silencio volvió al auto, pero yoselin sintió que algo había cambiado dentro de ella.
Un secreto quedaba en el camino. Un secreto que tal vez no había terminado aún.