La casa estaba oscura cuando entraron. Las paredes conocidas parecían ahora demasiado estrechas, demasiado ajenas después de todo lo ocurrido. Yoselin se quedó en el umbral, sosteniendo el papel con el número que el chico le había dado. Lo miró por un instante más antes de guardarlo en el bolsillo trasero de sus jeans.
—¿En qué estabas pensando, Yoselin? —la voz de su madre rompió el silencio—. ¡Te pudo haber hecho daño! ¿Y si te hubiera disparado?
—No fue nada, mamá —respondió con indiferencia.
Su padre se acercó, la mandíbula tensa.
—Nos asustaste. Eso fue una locura, ¿por qué no nos dejaste manejarlo a nosotros?
Yoselin los miró, sintiendo una punzada de molestia. Sus padres no entenderían, no podían ver lo que ella había visto en los ojos de aquel chico. Una parte de ella, pequeña pero poderosa, se había sentido fascinada por el caos, por el riesgo. Por un instante, había vislumbrado un mundo que siempre le había llamado la atención en silencio: los cárteles, las misiones clandestinas, las decisiones al filo de la navaja.
—Lo siento —dijo finalmente, pero su tono carecía de verdadera disculpa.
Su madre suspiró frustrada y se fue a su habitación. Su padre negó con la cabeza y le dio una última mirada severa antes de seguirla. Yoselin quedó sola en la sala. La calma volvió, pero su mente seguía inquieta.
Sacó el papel de su bolsillo y lo desdobló. Miró el número escrito con prisa, las cifras casi temblorosas. La punta de su dedo recorrió los números una y otra vez. Sintió un hormigueo de curiosidad, una chispa de emoción oscura que no podía ignorar.
Se mordió el labio y subió a su habitación. Se dejó caer en su escritorio, sus libros abiertos frente a ella. Intentó concentrarse en las palabras, en los números y fórmulas, pero las letras se mezclaban y las ideas se desvanecían.
Su mente volvía una y otra vez a aquel momento en el coche. La mirada perdida del chico, su voz quebrada por el miedo y el dolor. Yoselin había sentido una conexión extraña, una comprensión mutua que la inquietaba tanto como la atraía.
—Solo una llamada... —murmuró, tomando su teléfono.
Tecleó el número y su pulgar flotó sobre el botón de llamada. Su corazón latía con fuerza, cada fibra de su ser gritándole que lo hiciera. Pero, en el último segundo, apagó la pantalla y dejó el teléfono a un lado.
—No. No hoy.
Se levantó, apagó la luz y se metió bajo las sábanas. Cerró los ojos, pero el sueño tardó en llegar. La imagen del chico seguía ahí, como una sombra persistente en su mente.
Un secreto se había sembrado en su interior, y aunque intentaba enterrarlo, sabía que tarde o temprano volvería a la superficie.