Yoselin observó su reflejo en el espejo del baño. Los ojos cafés le devolvieron la mirada, serenos y vacíos a la vez. El cabello liso y largo le caía como una cortina de sombras sobre los hombros. Sus manos buscaron automáticamente el frasco de pastillas en el pequeño estante.
Una para la ansiedad. Otra para la depresión. Y una más para evitar que su mente tomara caminos peligrosos.
Las tragó sin pensarlo dos veces. Era una rutina más de su vida, una que llevaba cumpliendo desde hacía tiempo. Sin estas pequeñas cápsulas de control, su mundo se tornaba caótico, su mente se llenaba de pensamientos oscuros, peligrosos. Su psiquiatra le decía que eran una "herramienta para el equilibrio". Yoselin solo veía en ellas un fino hilo que evitaba que todo se desmoronara.
Tomó su mochila y salió de casa, ajustando su sudadera holgada. Sus jeans anchos y sus tenis desgastados completaban su estilo habitual. La ropa la ayudaba a pasar desapercibida, a mantener el mundo a raya.
Mientras caminaba hacia la preparatoria, sus pensamientos vagaban. La idea de estudiar psicología le daba una meta, una razón para soportar los días grises. Tal vez, al entender las mentes de los demás, podría comprender mejor la suya. Y si no lo lograba, estaba preparada para trabajar. No le asustaba ser independiente; ya lo era desde hacía tiempo.
—¡Yoselin! —gritó una voz familiar desde la esquina.
Era Daniel, su mejor amigo. La única persona que, por alguna razón desconocida, había logrado colarse en su mundo cerrado. Con su sonrisa fácil y su energía inagotable, Daniel era su polo opuesto, pero también su equilibrio.
—Llegas tarde —comentó él, ajustando su gorra y sonriendo.
—¿Y cuándo no? —respondió ella con una ligera sonrisa, una de las pocas que se permitía.
Caminaron juntos hacia la escuela, Daniel hablando de trivialidades mientras Yoselin asentía de vez en cuando. Le gustaba escucharlo. No necesitaba decir mucho, y eso le convenía.
En clase, se sentó en su lugar habitual, al fondo del aula. Sacó sus libros y comenzó a tomar notas con precisión mecánica. Su régimen de estudio era impecable, casi obsesivo. Era una forma de mantener su mente ocupada, de no dejar espacio para los pensamientos que acechaban en los rincones oscuros de su mente.
Pero hoy, algo era diferente. Las letras se difuminaban, y en su mente aparecía la imagen del chico del arma. Su mirada rota, su voz temblorosa. La sensación del papel con su número aún parecía estar en sus dedos.
¿Por qué no podía sacárselo de la cabeza?
—¿Estás bien? —susurró Daniel, inclinándose hacia ella.
—Sí —respondió sin mirarlo—. Solo estoy cansada.
No era del todo una mentira. El cansancio mental era una constante. Y la lucha por ocultar su lado más oscuro, el sádico y carente de empatía, la agotaba aún más.
Cuando terminó el día, Yoselin volvió a casa. Se dejó caer en su cama, mirando el techo. Sacó el papel del bolsillo y lo desplegó con cuidado.
El número seguía ahí. Una invitación silenciosa a cruzar una línea peligrosa.
Tomó su teléfono y lo marcó lentamente. Su pulgar tembló sobre el botón de llamada. Era tan fácil hacerlo, tan fácil dejar que su curiosidad la arrastrara hacia lo desconocido.
Pero no hoy.
Suspiró y dejó el teléfono a un lado. Cerró los ojos y se obligó a dormir, aunque sabía que, tarde o temprano, el secreto que guardaba dentro la haría marcar ese número.
Y entonces, su vida ya no sería la misma.