El sonido del lápiz al rasgar el papel era constante y mecánico. Yoselin repasaba una y otra vez los mismos problemas, los mismos conceptos. La luz del atardecer se colaba por la ventana, proyectando sombras largas sobre su escritorio. El examen de admisión a la universidad estaba a la vuelta de la esquina y, por primera vez en mucho tiempo, sentía que el control se le escapaba.
Se quitó las gafas y se frotó los ojos con cansancio. Un nudo de frustración se formaba en su pecho. No podía fallar; no se lo perdonaría. Pero cada vez que intentaba enfocarse, una sombra regresaba a su mente: los ojos tristes y perdidos del chico del arma.
¿Por qué no podía olvidarlo?
Sacó el papel arrugado de su cajón. Lo había guardado durante una semana, prometiéndose no marcar. Pero ahora, la curiosidad y algo más fuerte la estaban empujando. Una necesidad de entender, de conectar con esa oscuridad que reflejaba una parte de ella misma que mantenía oculta.
Tomó su teléfono y, sin pensarlo más, marcó el número. El tono de llamada sonó una vez, dos veces... Justo cuando estaba a punto de colgar, una voz familiar respondió.
—¿Hola?
—Hola... —dudó un instante—. Soy Yoselin.
Hubo un silencio breve al otro lado, seguido por un suspiro de alivio.
—No sabes el gusto que me da escucharte otra vez —respondió él.
Algo en su tono hizo que el nudo en su pecho se aflojara. No sonaba agresivo ni desesperado. Solo... humano.
—¿Cómo estás? —preguntó ella suavemente.
—He estado... sobreviviendo —dijo Óscar—. Me estoy capacitando para desensibilizarme de lo que pasa en este mundo. Aquí no puedes mostrar debilidad. Pero a veces... es difícil. La tristeza no se va tan fácil como quisiera.
Yoselin escuchó cada palabra con atención, analizando las pausas, los suspiros. Sabía lo que era luchar contra algo dentro de uno mismo. Esa constante pelea entre lo que eres y lo que el mundo espera que seas.
—¿Por qué sigues ahí? —preguntó ella finalmente.
—Dinero fácil. Eso pensé al principio. Entré hace un año creyendo que sería temporal, pero las cosas nunca son tan simples —respondió Óscar con amargura—. Me llamo Óscar, por cierto. Nunca te lo había dicho.
—Óscar —repitió Yoselin, saboreando el nombre—. Suena a alguien que intenta ser fuerte.
Él soltó una pequeña risa, una mezcla de ironía y tristeza.
—A veces intento recordar quién era antes de todo esto. Pero los recuerdos se sienten como una película de otra persona.
—Tal vez no es demasiado tarde para volver a ser esa persona —dijo Yoselin, sorprendida por lo que acababa de salir de su boca.
—¿Y tú? —preguntó Óscar—. ¿Por qué te metiste a hablar con alguien como yo?
Yoselin miró por la ventana, observando cómo el sol se desvanecía en tonos anaranjados y morados.
—Supongo que hay cosas en mí que tampoco quiero que salgan a la superficie —confesó—. Entenderte a ti es, de alguna manera, entenderme a mí misma.
Óscar no respondió enseguida. Por un momento, solo se escuchó la respiración de ambos.
—Gracias por no juzgarme —dijo finalmente—. No sabes lo que significa eso para mí.
—No hay problema —respondió ella—. Creo que ninguno de los dos quiere ser juzgado.
—Si alguna vez necesitas hablar o... cualquier cosa —dijo él—, llámame. Te debo una.
—Lo haré.
Colgaron. Yoselin dejó el teléfono en su escritorio y respiró profundamente. Por primera vez en días, el peso en su pecho se sentía un poco más ligero. Hablar con Óscar no le había dado respuestas claras, pero sí una conexión. Algo que le recordaba que, incluso en las sombras, no estaba sola.
Se levantó de su silla y se miró en el espejo. La misma chica de siempre: ropa holgada, expresión seria, el cabello largo cayendo como una cortina. Pero detrás de esa fachada, algo había cambiado.
Se acostó en su cama, cerró los ojos y se dejó llevar por el sueño, sabiendo que el camino apenas comenzaba.