Yoselin llegó a casa con el cuerpo agotado y una mirada distante, como si el mundo entero le importara poco. El peso del día se reflejaba en sus ojos. Al entrar, sus padres la vieron y notaron esa frialdad que parecía instalarse cada vez más en su expresión.
—Siéntate a comer —dijo su madre, intentando ocultar su preocupación.
Sin decir nada, Yoselin se sentó y comenzó a comer. Cada bocado era automático, sin sabor ni emoción. Cuando terminó, se levantó, murmurando apenas un “gracias”, y se fue directo al baño. El agua caliente golpeó su piel mientras intentaba lavar no solo el sudor del día, sino también el desgaste emocional que sentía.
Después de bañarse, se puso su ropa holgada y se sentó en su escritorio. Miró el celular y decidió escribirle a Daniel, su mejor amigo.
Yoselin:
“Empecé a trabajar hoy.”
La respuesta llegó casi de inmediato.
Daniel:
“¿En serio? ¡Felicidades, loca! Sabía que lo lograrías. Estoy orgulloso de ti. A ver cuándo salimos a celebrar.”
Una leve sonrisa se dibujó en su rostro. Daniel siempre encontraba la manera de animarla, incluso cuando ella no se sentía del todo bien.
Yoselin:
“Pronto, lo prometo.”
Guardó el celular y suspiró. No podía contarle la verdad; él nunca lo entendería.
El teléfono sonó y vio el nombre de Óscar en la pantalla. Contestó.
—¿Qué pasa? —preguntó con calma.
—Hay algunos problemas —respondió Óscar con voz seria—. La cosa está tensa. Mañana vas a terminar tu jornada más temprano. Pasaré por ti a las 6:30. Vamos a tener que patrullar, y tú te quedarás entrenando a los pollitos.
—Entendido —respondió sin dudar—. Me levantaré temprano.
—Cuídate, ¿sí? —dijo Óscar, su voz más suave.
—Lo haré.
Colgó y se recostó unos minutos, mentalizándose para lo que venía.
Al día siguiente, Yoselin se levantó antes del amanecer. Se puso un suéter negro, llenó su termo con agua y salió hacia la bodega. Al llegar, se sirvió una taza de café fuerte, tomó su silbato y caminó hacia los dormitorios.
Un estridente silbido rompió el silencio. Los jóvenes se levantaron de golpe, aún con los ojos pegados por el sueño.
—¡Arriba todos! ¡No me importa si son hombres o mujeres, aquí todos son iguales! —gritó con autoridad.
El entrenamiento comenzó de inmediato. Flexiones, saltos, resistencia. No había compasión ni tregua. Les exigía lo máximo y los empujaba más allá de sus límites.
A una hora de terminar, ordenó una pausa. Llamó a cada uno por su código para entrevistarlos. Analizó sus respuestas, buscó grietas en sus mentes, miedos ocultos y fortalezas. Les hizo cuestionarios y evaluaciones rápidas.
Después de revisar los resultados, hizo sus cálculos. Un 20% demostraba una fortaleza mental aceptable; el resto aún estaba dominado por sus temores. Tomó nota detallada de cada caso y preparó un informe preciso.
Caminó hacia la oficina del jefe y dejó el informe sobre su escritorio.
—Aquí está el análisis del grupo —dijo con seriedad—. Necesitamos trabajar más en el 80% restante.
El jefe hojeó el informe y asintió con una sonrisa satisfecha.
—Buen trabajo, Yoselin. Sigue así.
Ella salió de la oficina sintiendo una mezcla de orgullo y vacío. Cerró la puerta de su oficina, lista para irse.
Mientras guardaba sus cosas, sintió una presencia detrás de ella. Se giró y vio a Óscar mirándola con una intensidad que la hizo contener el aliento.
Él se acercó lentamente, sus ojos fijos en los de ella. Sin previo aviso, se inclinó y le dio un beso suave, pero lleno de intención. Cuando se separó, sonrió de lado.
—La verdad, me llamas mucho la atención, muchachita —dijo en voz baja—. Pero quiero esperar a que cumplas 18 para que tus padres no me metan al bote.
Yoselin dejó escapar una risa suave y sarcástica.
—Me parece justo.
Antes de que pudiera decir algo más, ella se acercó y le devolvió el beso, más firme, más decidido.
Óscar tomó su mano y la guio hacia la camioneta.
—Vamos, te llevaré a casa.
Mientras el vehículo avanzaba por las calles oscuras, Yoselin miró por la ventana. Sabía que estaba cruzando una línea peligrosa, pero, por alguna razón, eso solo hacía que su corazón latiera más fuerte.