El amanecer apenas asomaba por el horizonte cuando Yoselin entró a los dormitorios. La brisa de la mañana aún era fría, pero su voz resonó como un trueno.
—¡Arriba, inútiles! —gritó con fuerza mientras hacía sonar el silbato sin piedad—. ¡No vine a cuidarlos ni a consentirlos!
Las puertas de los cuartos se abrieron de golpe, y los jóvenes salieron tambaleándose, con los ojos aún pesados por el sueño. No había compasión en la mirada de Yoselin, solo determinación.
—¡Todos afuera en dos minutos! —ordenó con un tono gélido—. Y si alguien se retrasa, ¡pagarán todos!
Cuando el grupo estuvo formado, sin dar tregua, comenzó el entrenamiento.
A diferencia de otros entrenadores, Yoselin no hacía distinciones entre hombres y mujeres. Sabía que en esa vida no habría consideraciones de género; todos debían ser igual de fuertes. Por eso, a las chicas las presionaba aún más.
—¡No quiero escuchar que son débiles! —les gritaba mientras hacían flexiones hasta que los brazos les temblaban—. ¡Ustedes son tan capaces como ellos! ¡Demuestren que merecen estar aquí!
Las lágrimas empezaron a aparecer en algunos rostros, pero ella no se inmutaba. Los llevaba al límite físico y mental.
—¡Usen su dolor! —les decía—. Recuerden lo que perdieron, lo que los trajo aquí. ¿Los abandonaron? ¿Los traicionaron? ¡Entonces no le deben nada a nadie! ¡Sean más fuertes por eso!
Durante una pausa, los “pollitos” se desplomaron al suelo, respirando con dificultad. Algunos tenían los ojos vidriosos, perdidos en recuerdos dolorosos.
—¿Creen que llorar los va a salvar? —su voz fue una daga fría—. ¡No hay espacio para la debilidad en este mundo! Si quieren sobrevivir, conviertan su dolor en rabia, su tristeza en fuerza.
Uno de los jóvenes sollozó silenciosamente. Yoselin se arrodilló frente a él y lo miró fijamente a los ojos.
—¿Te dejó tu familia? —preguntó con voz baja pero firme.
Él asintió, incapaz de hablar.
—Entonces haz que tu nueva familia sea esta. Haz que nunca te abandonen porque te respetan y te temen.
El joven apretó los puños y asintió con fuerza. Yoselin se levantó y continuó con el entrenamiento.
Al terminar la sesión de la mañana, Óscar se le acercó mientras los demás descansaban.
—Esto no es suficiente —dijo Yoselin—. Necesitan ver la realidad de lo que implica estar aquí. Necesitan enfrentarse a lo peor.
Óscar arqueó una ceja.
—¿Qué propones?
—Llévalos a una misión. Que vean lo que es quitarle la vida a alguien o presenciar una ejecución. Necesitan aprender a no reaccionar, a mantener la calma. Si se desmoronan ahí, no sirven para esto.
Óscar la miró con seriedad y finalmente asintió.
—Mañana los llevo. Espero que estén listos.
Al día siguiente, Óscar reunió a los “pollitos” y los subió a una camioneta. Yoselin observó mientras partían, su expresión fría y controlada.
Pasaron horas de incertidumbre. Finalmente, la camioneta regresó. Los jóvenes bajaron con rostros inexpresivos, su mirada vacía. Habían visto lo impensable, pero nadie se desmayó, nadie lloró.
Óscar se acercó a Yoselin con una leve sonrisa.
—Todo un éxito. Nadie se quebró.
Ella asintió, satisfecha.
—Van por buen camino.
Más tarde, el jefe la llamó a su oficina. Tenía una sonrisa macabra mientras revisaba los informes de los entrenamientos.
—Has hecho un buen trabajo —dijo con voz rasposa—. Estos inútiles empiezan a parecer soldados de verdad.
—Haré lo necesario para que no haya debilidades —respondió Yoselin con firmeza.
El jefe rió, complacido.
—Me gusta tu actitud. Sigue así.
Al salir de la oficina, Óscar la esperaba. Le dio una palmada en el hombro.
—Lo estás logrando, muchachita.
Yoselin lo miró con determinación.
—Apenas estamos empezando.