El tiempo seguía avanzando, y Yoselin no dejaba de crecer en su papel dentro de La Secta Roja. Sus terapias estaban empezando a dar resultados visibles. Los miembros con más rango lograban controlar mejor sus emociones y manejar la presión del entorno delictivo. Incluso los pollitos, que antes eran temerosos, ahora demostraban más firmeza mental y determinación.
Pero a medida que avanzaba en sus estudios y sus sesiones, Yoselin se dio cuenta de una limitación importante: aunque sus consejos y técnicas funcionaban, había situaciones donde los problemas emocionales requerían algo más. Medicamentos. No podía ignorar los casos severos de ansiedad, depresión o insomnio que algunos presentaban. Sabía que sin el apoyo de medicamentos, el riesgo de que los miembros se desmoronaran era alto.
Una tarde, después de finalizar una sesión con un veterano que luchaba con ataques de pánico, Yoselin decidió hablar con el jefe. Entró en su oficina, seria y decidida.
—Jefe, necesitamos hablar de algo importante.
Él la miró con interés, siempre atento a lo que ella tenía para decir.
—Adelante, Yoselin.
—He estado trabajando con los miembros de alto rango y con los recién reclutados, y algunos necesitan ayuda que va más allá de lo que puedo ofrecer en terapia. Necesitamos medicamentos psiquiátricos: ansiolíticos, antidepresivos, estabilizadores del ánimo. Sin ellos, el riesgo de que alguno colapse es alto.
El jefe frunció el ceño, su mirada se volvió calculadora.
—¿Sabes lo que estás pidiendo? Eso es un paso grande. Y peligroso.
—Lo sé, pero también sé que esto mejorará el desempeño del grupo. Estoy dispuesta a estudiar enfermería y farmacología por mi cuenta para aprender a administrar los medicamentos correctamente. No quiero recetar a ciegas. Necesito tener control de la situación.
El jefe se reclinó en su silla, encendió un cigarro y dejó escapar una bocanada de humo.
—Si estás tan decidida, entonces lo haremos. Conseguiré los medicamentos de forma discreta y te los proporcionaré. Pero más te vale no equivocarte con las dosis. Si algo sale mal, no habrá margen para errores.
Yoselin asintió con firmeza.
—No habrá errores.
Al día siguiente, Yoselin se inscribió en un curso de enfermería básica y farmacología online. Estudiaba por las noches, repasando cada detalle de los medicamentos, sus efectos, contraindicaciones y dosificaciones. Sabía que caminar en esta línea era peligroso, pero en su mundo, todo lo era. La diferencia era que ahora tenía una ventaja: conocimiento.
Pronto, su oficina comenzó a parecer una pequeña clínica clandestina. El jefe había cumplido su palabra y le había surtido medicamentos psiquiátricos y médicos básicos. Frascos y cajas perfectamente organizadas estaban alineadas en estanterías cerradas con llave. Cada uno etiquetado y documentado por Yoselin.
Ella se sentía poderosa y, al mismo tiempo, consciente del peso de su responsabilidad.
Durante las terapias, comenzó a identificar quién necesitaba medicación adicional. Era cautelosa, asegurándose de que cada diagnóstico fuera preciso antes de administrar cualquier fármaco. Siempre comenzaba con dosis bajas, monitoreando los efectos y ajustando según las necesidades.
Su habilidad para mantener el control y su temple firme sorprendían a todos. Nadie podía creer que una chica de 17 años manejara una situación tan delicada con tanta madurez.
Una noche, mientras ordenaba sus notas y los registros de los miembros, se detuvo un momento. Sabía que esto no era lo que había soñado al querer ser psicóloga. Su camino se había torcido hacia una dirección oscura y peligrosa. Pero, a pesar de todo, no sentía arrepentimiento. Cada paso la hacía más fuerte y la acercaba a una independencia que nunca antes había imaginado.
La única pregunta que quedaba era: ¿hasta dónde llegaría?