Los meses pasaban como ráfagas de viento, y sin darse cuenta, Yoselin ya estaba en la recta final hacia su cumpleaños número 18. El año había sido un torbellino de retos, aprendizajes y cambios irreversibles. Entre sus estudios de psicología, los cursos de farmacología y enfermería, y su trabajo en La Secta Roja, apenas había tenido tiempo para respirar. Pero cada sacrificio, cada desvelo y cada lágrima contenida valían la pena.
Con el dinero que había ahorrado, había rentado un departamento pequeño pero acogedor, decorado a su estilo: funcional, ordenado y con toques minimalistas. Ese espacio se convirtió en su refugio personal, donde estudiaba, trabajaba y, en raras ocasiones, descansaba
Pero a pesar de su aparente control, la mentira que sostenía su doble vida comenzaba a tambalearse. Sus padres, preocupados por su distancia emocional y sus horarios impredecibles, finalmente decidieron enfrentarla.
Una noche de febrero, al llegar a casa después de una larga jornada, sus padres la esperaban en la sala. Sus rostros reflejaban preocupación y un miedo silencioso.
—Yoselin, necesitamos hablar —dijo su madre con voz temblorosa.
Ella se sentó frente a ellos, sintiendo el peso de la verdad oprimiéndole el pecho.
—¿Qué pasa? —respondió con una calma forzada.
—No nos mientas más —intervino su padre—. Sabemos que hay algo oscuro detrás de tu trabajo. No son solo terapias. ¿Qué estás haciendo realmente?
Por primera vez en meses, Yoselin sintió cómo una grieta se formaba en su coraza emocional. Sus manos se tensaron, y un nudo se instaló en su garganta. No podía mentirles más. Inspiró profundamente y dejó que las palabras fluyeran.
—Es verdad. Trabajo para una organización delictiva. La Secta Roja. No he hecho daño a nadie directamente, pero... los ayudo a ser más fuertes, a controlar sus mentes. No es lo que ustedes soñaron para mí, lo sé, pero es lo que elegí.
El silencio se hizo pesado. Su madre rompió a llorar, su padre apretó los puños, luchando por contener su enojo y tristeza.
—¿En qué momento te perdimos, Yoselin? —susurró su madre.
—No me perdieron —respondió ella, con una voz firme pero sin calidez—. Solo cambié. Este es mi camino ahora. No pueden decir nada, por su seguridad. Si hablan, los pondrán en peligro.
Su padre, con los ojos llenos de lágrimas, asintió con resignación. Sabía que había perdido a su hija inocente. En su lugar había una joven con una mirada fría, distante, alguien que había enterrado su humanidad bajo capas de acero.
Días después, llegó el tan esperado cumpleaños de Yoselin. La noticia de su cumpleaños se extendió rápidamente por La Secta Roja. A pesar del ambiente violento y despiadado en el que se desenvolvían, todos respetaban y valoraban el trabajo que ella hacía por ellos.
La noche de su cumpleaños, le organizaron una pequeña fiesta en una de las bodegas. Globos oscuros, luces tenues y una atmósfera cargada de gratitud y reconocimiento. Óscar se mantenía cerca, con una sonrisa orgullosa y protectora. Los pollitos, ahora más fuertes y seguros, le agradecieron uno a uno. Algunos, incluso, le dijeron que gracias a ella habían encontrado una razón para seguir adelante.
El jefe se acercó a ella al final de la noche. Sus ojos, normalmente duros y calculadores, mostraban un destello de humanidad.
—Has demostrado una valentía que pocos tienen, Yoselin. Estoy orgulloso de ti. Me recuerdas a una hija que nunca tuve. Pero ten cuidado... este mundo es una trampa de la que es difícil salir.
Ella asintió, sintiendo por primera vez una mezcla de orgullo y miedo. Sabía que estaba en la cima de algo peligroso, algo que podría desmoronarse en cualquier momento. Pero por ahora, solo podía seguir avanzando.
Los 18 años llegaron con una libertad peligrosa y una responsabilidad pesada. Ya no había vuelta atrás. Yoselin estaba lista para enfrentar lo que viniera, sin importar el precio que tuviera que pagar.