La tensión se había vuelto una constante. Yoselin sentía cómo el peso de los conflictos caía sobre sus hombros, empujándola a tomar decisiones cada vez más arriesgadas. La Secta Roja necesitaba que alguien representara su fuerza más allá de su territorio. El jefe confiaba en ella, y esa responsabilidad ardía en su pecho como una llama.
Al amanecer, con los primeros rayos apenas asomando en el horizonte, se preparó para salir del estado. Se vistió con una precisión calculada: pantalones negros ajustados, botas altas, una chaqueta de cuero negro que se ajustaba a su cuerpo y una camiseta oscura debajo. Se colocó un par de gafas de sol opacas, que escondían su mirada dura y calculadora. Un arma descansaba en su cinturón, su peso familiar y tranquilizador contra su cadera.
Frente al espejo, la imagen reflejada no era la de una estudiante de psicología; era la de una mujer que había forjado su carácter en un mundo de sombras y lealtades frágiles. Óscar la observó desde la puerta de la bodega, sin decir palabra. Sabía que esta era su batalla, una que tenía que enfrentar sola.
—¿Lista? —preguntó con una mezcla de orgullo y preocupación.
—Siempre —respondió ella con voz firme.
Subió a la camioneta 4x4 negra, de vidrios polarizados. El rugido del motor rompió el silencio de la mañana mientras tomaba la carretera. El paisaje árido y desolado se extendía a su alrededor; kilómetros de asfalto que parecían no tener fin. El sol subía lentamente, pero el interior del vehículo se mantenía frío, igual que su mente.
Cada kilómetro recorrido era una oportunidad para repasar el plan, para anticipar cada posible movimiento de los contrarios. Sabía que no sería una conversación fácil, pero también sabía que mostrar debilidad no era una opción. Estaba allí para negociar, disuadir y, si era necesario, intimidar.
Conducía con una mano firme en el volante, la otra cerca de su arma. Cada señal de tráfico, cada curva, cada vehículo que pasaba, era evaluado con una atención quirúrgica. La adrenalina fluía en sus venas, pero su pulso seguía calmado.
Llegó a un punto de encuentro abandonado, una construcción a medio terminar en el borde de una carretera polvorienta. Detuvo la camioneta y se bajó con paso seguro. El viento removía su cabello bajo el sol del mediodía. Cuatro hombres la esperaban, sus miradas llenas de duda al ver a una joven enfrentándolos sola.
Yoselin se quitó las gafas lentamente, dejando que sus ojos fríos y sin titubeos se clavaran en ellos.
—¿Vamos a hablar o a perder el tiempo? —dijo con voz firme.
Su tono, su presencia, y la calma con la que hablaba hicieron que los hombres intercambiaran miradas incómodas. Ella no necesitaba levantar la voz ni amenazar con violencia. Su mera actitud comunicaba que estaba lista para todo.
El diálogo fue breve, las palabras pesadas. Pactos, territorios, y límites fueron trazados con la precisión de una cuchilla. Al final, los hombres se marcharon, con una mezcla de respeto y desconfianza en sus miradas.
Ella volvió a subir a la camioneta, respirando hondo por primera vez en horas. La misión estaba cumplida, pero sabía que este solo era un respiro temporal. El juego nunca terminaba realmente.