El tiempo parecía escaparse entre sus dedos. Las semanas pasaban con una rutina que bordeaba lo imposible: estudiar en la universidad por las mañanas, entrenar a los pollitos por las tardes y dedicar las noches a planear nuevas estrategias para La Secta Roja. La carga era inmensa, pero Yoselin seguía adelante. Era fuerte, o al menos eso se repetía cada día.
Aquel día, sin embargo, algo se sentía diferente. Un peso invisible se había posado en su pecho desde que despertó. Se alistó como siempre: ropa cómoda, un termo de agua, y la firmeza de siempre en su mirada. Óscar no pasó a recogerla como solía hacerlo. Eso también era extraño, pero no le dio demasiada importancia.
Decidió ir sola a la bodega. La tarde estaba nublada, con un viento frío que erizaba la piel. Al llegar, notó una calma inquietante. Todo parecía en orden, pero el ambiente estaba cargado de tensión.
—¿Dónde está Óscar? —preguntó a uno de los chicos.
—No ha llegado —respondió él, evitando su mirada.
El nudo en su estómago se apretó. Intentó ignorarlo y siguió con su rutina: organizó a los reclutas, dio instrucciones y se concentró en mantener todo bajo control. Pero la sensación de que algo no estaba bien se hacía más fuerte con cada minuto.
Cuando terminó el entrenamiento, decidió salir a tomar aire. El callejón detrás de la bodega estaba vacío, silencioso. Se apoyó en la pared, cerrando los ojos por un momento para calmar su mente.
Entonces lo sintió. Un movimiento rápido detrás de ella. Antes de que pudiera reaccionar, una tela cubrió su boca y nariz. Un olor químico la invadió, y todo se volvió borroso. Su cuerpo se debilitó, y lo último que escuchó fue una voz desconocida susurrando:
—Tranquila, esto no te va a doler... por ahora.
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Despertó con un dolor sordo en la cabeza. La habitación era pequeña, sin ventanas, iluminada apenas por una bombilla colgante. Sus manos estaban atadas a una silla. Respiró hondo, tratando de calmar su corazón acelerado.
—Despierta, dormilona —dijo una voz grave.
Un hombre apareció frente a ella. No lo conocía, pero su presencia era intimidante. Vestía de negro, y su expresión era inescrutable.
—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó él con voz tranquila.
Ella no respondió. Mantener el control era esencial. No podían saber lo que estaba pensando.
—Necesitamos información sobre La Secta Roja. Colabora y todo será más fácil para ti.
Yoselin levantó la mirada, su rostro firme.
—No sé de qué hablas.
El hombre suspiró, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
—Está bien, tenemos tiempo. Quizás te lo piense mejor más adelante.
Salió de la habitación, dejando a Yoselin sola con sus pensamientos.
El miedo era real, pero no podía permitirse caer en pánico. Sabía que la estaban buscando. Sabía que Óscar y el jefe no la dejarían atrás. Pero por ahora, todo lo que podía hacer era esperar y mantener su mente fuerte.
El silencio de la habitación era pesado, pero ella no se rompería. Esto no era el final; sólo una pausa en su camino.
La batalla aún no había terminado.