Ana
El papel seguía en mi mano. Lo observaba como si pudiera revelarme algo más allá de la tinta y las palabras. Lo leí una vez más, como si el mensaje pudiera cambiar con la relectura: "Quizás la angustia no es tan terrible cuando se comparte." El número seguía ahí, silencioso, ofreciéndome algo que aún no podía definir.
No se lo conté a nadie. Ni siquiera a Gabriela. No porque no confiara en ella, sino porque todavía no entendía qué significaba todo aquello. Esa tarde no pude concentrarme en nada. Las palabras de mis apuntes se desdibujaban y las frases filosóficas me parecían aún más abstractas que de costumbre.
Esa noche, ya en mi habitación, el papel descansaba en la mesa de noche como una pequeña bomba de tiempo. Cada vez que lo miraba, sentía un cosquilleo en el pecho, como si algo estuviera a punto de empezar. O tal vez, ya había empezado.
Tomé el celular, escribí el número, y estuve a punto de presionar "guardar"... pero no lo hice. En vez de eso, abrí el chat y escribí:
"¿Eras tú el de la nota?"
No tenía idea de si era buena idea. No sabía si era él, si me había equivocado o si alguien estaba jugando una broma. Pero ya estaba hecho. El mensaje quedó con un solo check gris. Me quedé mirando la pantalla hasta que el cansancio me venció.
A la mañana siguiente, cuando abrí los ojos, revisé el celular antes de levantarme. No había respuesta. El mensaje seguía igual, ignorado o tal vez sin destino. Me sentí un poco tonta. ¿Qué esperaba? ¿Una revelación? ¿Un "sí, soy yo" con una sonrisa entre líneas?
Intenté no pensar más en eso.
Fui a clases, a la cafetería, a la biblioteca, fingiendo normalidad. Santiago -si es que así se llamaba- no apareció en ninguna de mis clases ese día. Ni una mirada furtiva, ni una coincidencia en los pasillos.
-Estás rara -dijo Gabriela mientras caminábamos por el campus.
-¿Rara cómo?
-No sé... como ida. Como si tu cabeza estuviera en otra parte.
Me encogí de hombros.
-Solo estoy cansada.
Gabriela me estudió por un momento, pero no dijo nada más.
Por la tarde, mientras esperaba en una banca al lado de la facultad de Humanidades, mi celular vibró. Lo saqué casi por reflejo. Un mensaje nuevo.
"No sabía si debía responder. Pero sí. Era yo."
Mi corazón se aceleró. Lo leí tres veces, como si no creyera que por fin había llegado. Apreté el celular entre las manos. El calor me subió al rostro.
"Gracias por escribir." -agregó.
No tenía nombre, ni foto de perfil. Solo el mensaje. Directo. Simple.
Me quedé mirando la pantalla, los dedos temblando un poco. Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, sentí algo parecido a entusiasmo. Como si estuviera a punto de entrar a una historia nueva.
Respiré hondo.
Y escribí: "¿Cómo te llamas?"