Ana
Caminaron en silencio por los pasillos de la biblioteca, el único sonido el suave arrastrar de sus zapatos sobre el suelo alfombrado y el murmullo distante de otros estudiantes. Para Ana, la tranquilidad del lugar era un contraste bienvenido con la tensión de las últimas veinticuatro horas. Se sentía extrañamente cómoda en la compañía silenciosa de Santiago, una sensación que no experimentaba a menudo con otras personas.
Finalmente, se detuvieron frente a una sección de estanterías altas, repletas de libros de literatura.
-¿Buscas algo en particular? -preguntó Santiago en voz baja, rompiendo el silencio.
Ana dudó por un momento. No tenía una necesidad específica, simplemente lo había seguido.
-No realmente. Solo... echando un vistazo.
Santiago asintió y comenzó a recorrer los lomos de los libros con la mirada. Ana lo observó en silencio. Había una calma en sus movimientos, una concentración tranquila que le resultaba atractiva.
-¿Te gusta la poesía? -preguntó Santiago, sacando un delgado volumen de la estantería.
Ana se encogió de hombros ligeramente.
-Nunca le he prestado mucha atención. A veces... siento que es como otro idioma que no entiendo.
Santiago sonrió suavemente.
-Entiendo esa sensación. A veces me pasa con la filosofía. Demasiadas ideas abstractas flotando en el aire. Pero la poesía... creo que puede ser como encontrar una emoción familiar expresada de una manera completamente nueva. Es como si alguien más hubiera sentido exactamente lo que tú sientes, pero ha encontrado las palabras perfectas para describirlo.
Ana lo miró con curiosidad. Esa perspectiva era diferente a lo que siempre había pensado de la poesía.
-Nunca lo había visto así.
-Podría mostrarte algunos de mis favoritos algún día -ofreció Santiago con una sonrisa un poco más amplia-. Quizás encuentres algo que resuene contigo.
-Sí... eso estaría bien -respondió Ana, sintiendo una calidez inesperada ante la idea.
Continuaron explorando la sección, deteniéndose ocasionalmente. Santiago le mostraba algunos poemas, explicando brevemente lo que significaban para él o la emoción que evocaban. Ana escuchaba atentamente, sorprendiéndose de cómo las palabras podían capturar sentimientos tan complejos.
En un momento, Santiago sacó un libro con una portada desgastada.
-Este es de uno de mis poetas favoritos. Escribe mucho sobre la sensación de no encajar, de sentirse un poco fuera de lugar en el mundo.
Ana sintió una punzada de reconocimiento. Era un sentimiento que conocía demasiado bien.
-¿En serio?
Santiago asintió.
-Sí. Hay un poema en particular que habla de sentir que tu propia mente es un laberinto. Cuando lo leí por primera vez, sentí que alguien finalmente había puesto en palabras exactamente cómo me siento a veces.
Ana lo miró con una intensidad que lo tomó por sorpresa. Esa era la misma sensación que ella había intentado describirle en su mensaje la noche anterior.
-Yo... yo también siento eso a veces -confesó en voz baja-. Como si mi propia mente fuera el ruido más fuerte de todos.
Los ojos de Santiago se encontraron con los de ella, y por un instante, el ruido de la biblioteca pareció desvanecerse. Había una comprensión tácita entre ellos, un reconocimiento mutuo de una lucha interna similar.
-No estás sola con eso, Ana -dijo Santiago suavemente-. Creo que muchos de nosotros lidiamos con nuestros propios laberintos internos. La clave, como dije antes, quizás esté en aprender a escucharlos de una manera diferente.
La conversación fluyó con una facilidad sorprendente después de ese momento. Hablaron de sus estudios, de sus intereses fuera de la universidad, e incluso tocaron ligeramente el tema de la ansiedad, encontrando puntos en común en la sensación de sentirse abrumados por el mundo. Para Ana, era una experiencia inusual sentirse tan comprendida y aceptada por alguien que apenas conocía.
Mientras salían de la sección de literatura, Ana sintió una ligereza en su interior que no había experimentado en mucho tiempo. La disculpa a Santiago no solo había aliviado su culpa, sino que también había abierto la puerta a una conexión inesperada, basada en la vulnerabilidad compartida y una comprensión mutua de sus "ruidos internos".