Ana
El veintitrés de abril siempre había sido una fecha discreta en mi calendario, una excusa silenciosa para perderme aún más entre las páginas de mis libros favoritos. Este año, sin embargo, tenía una resonancia diferente, un eco persistente de una conversación interrumpida entre estanterías y el recuerdo fugaz de una conexión inesperada. Santiago. Su nombre revoloteaba en mi mente como una página suelta, especialmente hoy, en el Día del Libro.
Había planeado pasar la mañana en la tranquilidad de mi apartamento, quizás releer algunos poemas de Neruda, irónicamente. La idea de aventurarme a la biblioteca, el lugar donde nuestra breve interacción había tenido lugar, me generaba una mezcla de curiosidad y una punzada de esa ansiedad familiar que siempre acechaba en los márgenes de mis pensamientos.
Mi teléfono vibró sobre la mesa, sobresaltándome. Un nombre desconocido iluminó la pantalla. Dudé un instante antes de deslizar el dedo para contestar.
—¿Ana? Soy Santiago.
Su voz, ligeramente más grave por el teléfono, trajo consigo una oleada de recuerdos: su sonrisa cálida, su entusiasmo al hablar de autores olvidados, la forma en que sus ojos se iluminaron al recitar versos.
—Hola, Santiago —respondí, tratando de que mi voz sonara casual, aunque mi corazón latía un poco más rápido de lo normal.
—Quería disculparme de nuevo por irme así el otro día. Fue un asunto familiar inesperado y... bueno, no había forma de preverlo. Lamento mucho haber interrumpido nuestra conversación. Estaba disfrutando mucho conocerte.
Su tono parecía sincero, sin prisas, como si realmente quisiera que entendiera. Una parte de mi inseguridad habitual se replegó ligeramente.
—Entiendo —dije, aunque una pequeña duda persistía.
Hubo una breve pausa antes de que continuara. —Hoy es el Día del Libro, ¿sabes? Y estaba pensando... la biblioteca que visitamos el otro día tiene algunas actividades especiales programadas. Me preguntaba si... si te gustaría ir conmigo más tarde. No se me ocurre mejor manera de celebrar este día que rodeado de libros y... en buena compañía.
La invitación me tomó por sorpresa. Una parte de mí, la que anhelaba esa conexión que había sentido fugazmente, quería decir sí de inmediato. Pero la cautela, mi compañera constante, me recordaba la abrupta despedida y la incertidumbre que le siguió.
—¿A la biblioteca? ¿Hoy? —pregunté, tratando de procesar la idea.
—Sí. Si te apetece, claro. Podemos tomar un café primero, tal vez, y luego explorar un poco. Vi que tienen una lectura de poesía por la tarde que creo que te gustaría.
La mención de la poesía hizo que mi corazón diera un vuelco. Era un pequeño hilo que nos unía.
Respiré hondo, sopesando mis opciones. La idea de pasar el día sola me resultaba familiar, pero la perspectiva de darle otra oportunidad a esta conexión incipiente, en un día tan significativo para ambos, era tentadora.
—Está bien, Santiago —dije finalmente, una pequeña sonrisa asomando a mis labios—. Me gustaría ir.
— ¿Qué te parece si nos encontramos allí sobre las cuatro? Así podemos charlar un poco antes de ver alguna actividad del Día del Libro.
Asentí, sintiéndome más relajada en su presencia de lo que había anticipado. —Sobre las cuatro me parece perfecto. ¿En la cafetería que está cerca de la entrada principal?
—Sí, esa misma. Te esperaré allí.
Colgamos y guardé el teléfono, una pequeña sonrisa curvando mis labios. La idea de pasar la tarde en la biblioteca, rodeada de libros y en compañía de Santiago, se sentía inesperadamente agradable. Quizás este Día del Libro sí traería consigo una sorpresa.
Cuando las cuatro se acercaron, me encontré entrando a la biblioteca con una sensación de ligera expectación. El ambiente era festivo, con carteles alusivos al Día del Libro y mesas repletas de recomendaciones. Busqué a Santiago en la cafetería y lo vi sentado en una mesa junto a la ventana, hojeando un libro. Al verme, levantó la vista y me dedicó una sonrisa cálida.
—Ana, qué bueno que viniste. Feliz Día del Libro.
Sobre la mesa había una taza de café esperándome y un pequeño ramo de margaritas silvestres. Las tomé, sintiendo el suave roce de sus dedos al entregármelas.
—Feliz Día del Libro, Santiago —respondí, aspirando el aroma sencillo de las flores.
—Pedí un café por si acaso —dijo, señalando la taza—. ¿Qué te apetece leer o explorar hoy? Vi que hay una charla sobre poesía latinoamericana en un rato.
Mientras tomábamos el café, la conversación fluyó con una naturalidad sorprendente, retomando algunos de los temas que habíamos tocado en nuestro primer encuentro. Hablamos de nuestros autores favoritos, de la magia de perderse en una buena historia y de cómo los libros a veces parecían entender nuestras propias ansiedades y anhelos mejor que las personas.
Después de terminar su café, Santiago se levantó y me ofreció la mano con una sonrisa.
—¿Vamos a perdernos un poco entre los libros? Creo que es la mejor forma de celebrar este día.
Acepté su mano, sintiendo una ligera descarga eléctrica al contacto. Caminamos juntos desde la cafetería hacia el corazón de la biblioteca, rodeados del suave murmullo de las conversaciones y el característico olor a papel viejo y encuadernación.
Santiago parecía conocer bien la distribución, guiándome a través de pasillos laberínticos repletos de estanterías que alcanzaban el techo. Nos detuvimos frente a la sección de poesía, donde hojeamos algunos volúmenes, recitando en voz baja versos que nos habían marcado en algún momento de nuestras vidas. Sentí una conexión especial al compartir esas palabras íntimas con él, como si estuviéramos desvelando una parte vulnerable de nosotros mismos a través de los versos de otros.
Luego exploramos la sección de narrativa, deteniéndonos ante las obras de autores latinoamericanos que ambos admirábamos. Discutimos sobre sus estilos, sus temas recurrentes y el impacto que sus historias habían tenido en nosotros. Me sorprendió la profundidad de sus conocimientos y la pasión con la que hablaba de literatura.