Un Simple Pulso Sanguíneo

05. De Leales y Rebeldes.

Gwen sentía cómo la oscuridad la envolvía en tanto su vista se nublaba. La sangre y el polvo en sus manos se mezclaban, haciéndole difícil distinguir entre el dolor y el agotamiento. Entre una danza con el inconsciente, escuchó pasos suaves acercándose.

Diego apareció a su lado, con una expresión de preocupación que no podía ocultar. Se arrodilló junto a ella, observándola con una mezcla de alivio y angustia.

—Gwen… no puedo dejarte así. No ahora —susurró, ofreciéndole una mano firme—. Vamos, salgamos de acá.

Ella levantó la vista, sorprendida de verlo allí. Había asumido que había huido tras lo sucedido, como cualquier otro lo habría hecho. Pero Diego seguía ahí, y a pesar de todo, sintió que no la abandonaba.

—Te dije que no podías ocultarlo para siempre —dijo, ayudándola a levantarse—. Si seguís negándote a usar tus habilidades, te van a matar.

Las palabras de Diego perforaron la mente de Gwen, desgarrada entre la necesidad de sobrevivir y su propia lucha interna. En su estado de agotamiento, apenas podía procesar lo que decía, pero una parte de ella reconocía la verdad. Aunque Diego no conociera del todo su situación, ella sentía que él tenía la razón. La negativa a usar las Habilidades Plasmáticas no solo la ponía en riesgo a Gwen, sino también a quienes, como Diego, intentaban protegerla. Pero la sombra de sus propias promesas la paralizaba.

—No soy quien crees —murmuró Gwen, su voz apenas un susurro—. No puedo seguir así.

¿Pero quién era entonces? Sanguínea por nacimiento, Plasmática por necesidad… y ahora sin nada que la definiera. Era una abominación, como decían. Diego no respondió, pero sus ojos reflejaban resolución. Cuando Gwen intentó apartarse, mantenerse en pie por sí misma, sus piernas no respondieron y cedió. Diego la sujetó antes que cayera, y la sostuvo con firmeza sin permitir que se tambaleara.

—Te llevo —dijo, decidido—. Esta vez no podés pelear solita, Gwen.

Diego no hizo preguntas. Simplemente la cargó con cuidado, como si fuera lo más frágil que hubiera visto. Gwen apenas podía resistirse; su cuerpo, exhausto y dolorido, ya no respondía, y su mente flotaba entre el dolor y la incertidumbre. Ella guardaba secretos, pero en ese momento, parecía que a Diego nada importaba más que llevarla a un lugar seguro, lejos de las miradas y de los peligros que acechaban.

El cielo se oscurecía mientras Diego avanzaba por las calles con Gwen en sus brazos, dejando atrás el caos, la traición y las heridas profundas que la batalla del día había dejado en su piel y su espíritu. Pero incluso en la seguridad temporal que la noche ofrecía, ella sabía que el verdadero peligro todavía no había terminado.

* * *

El ambiente teñido de rojo en Pueblo Plasmar se desvanecía con la llegada de la noche, cubriendo las calles con una calma inquietante. Diego, caminando en soledad, se adentró hacia la Zona Sur en busca de un respiro tras el largo día. Al pasar frente a una tienda, escuchó voces elevadas. Una discusión acalorada se desarrollaba entre dos hermanos, Gael y Miguel, y dos recaudadores municipales, Alba y Afil, reconocibles por los emblemas que adornaban sus uniformes, los cuales ostentaban su poder y autoridad. La disputa giraba en torno a deudas con el municipio.

—No podemos pagar más —decía Gael, el mayor de los hermanos, con el rostro endurecido por la frustración—. Si lo hiciéramos, tendríamos que cerrar la tienda.

Aprovechando la distracción, Diego tomó un par de tomates del mostrador

Aprovechando la distracción, Diego tomó un par de tomates del mostrador.

—Nos estamos quedando sin opciones, Alba. Ya han clausurado dos negocios en esta calle —añadió Miguel, mirando con impotencia a los recaudadores—. Si siguen así, nadie tendrá un lugar donde ganarse el sustento.

Alba, con un atuendo que evocaba la elegancia de un pirata clásico, contrastaba con el de Afil, quien lucía como un caballero templario. Ambos mostraban la misma indiferencia.

—Despidan a alguien y podrán cumplir con las cuotas —dijo Alba con desdén—. Recuerden que cada impuesto es una contribución para el bienestar del pueblo.

Gael intentaba defenderse, pero Alba insistía en que los recaudadores también eran habitantes y necesitaban "apoyo". Diego, al escuchar esto, no pudo contenerse. Sin pensarlo dos veces, lanzó uno de los tomates directamente a la cabeza de Alba. El impacto la sorprendió, haciéndola tambalear.

—¡¿Qué haces, muchacho?! —gritó Alba, limpiándose el rostro con indignación—. Lo que has hecho es un ataque contra la Mandataria y contra el pueblo mismo.

Diego sostuvo su mirada fija en Alba, una chispa desafiante brillaba en sus ojos.

—Si quieren imponer leyes, tal vez deberían vivir como nosotros —replicó con calma.

En un movimiento rápido y sin dejarla responder, Diego la agarró por el chaleco y la empujó hacia atrás, haciéndola tropezar contra Afil.




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