Todavía no sé qué se me metió en la cabeza para tomar esas decisiones, algo maligno seguramente, aunque debo decir que hubo circunstancias que influyeron. La primera fue que mi novio me dejara por otra, aunque no en ese orden, primero llegó la otra, luego me enteré, luego me dejó porque al confrontarlo resultó que yo no lo hacía feliz. Tuvo cinco años para darse cuenta, o al menos para decirme antes y separarnos sanamente, pero no, eligió ser un desgraciado.
La segunda circunstancia atenuante fue mi madre, quien al contarle lo sucedido, me reclamó que hubiera invertido cinco años de mi vida en "ese tipo" y se dedicó un largo tiempo a decirme cuan estúpida había sido. Además como si el amor pudiera verse como una inversión bancaria, tantos años de tu vida equivalen a tantos beneficios. Pues no funciona así, y jamás lo creí. Yo amé, amé esos cinco años y, probablemente, hubiera amado muchos años más. Amé más de lo que me amaron, pero al menos fui sincera.
La tercera justificación fue que mi tía también me diera un discurso sobre que se me estaba pasando la edad, que a los treinta y tres ya debería tener marido e hijos, además de una carrera exitosa. Me explicó que lo decía por mi bien, pero eso no evitó que dada las circunstancias me sintiera reducida al tamaño de una hormiga. Y el último factor de mi caída, mi trabajo y mi exigente jefe, no se piensa con claridad cuando se está agotada.
Lo del kilo de chocolate fue la parte más entendible, de verdad, verdad, necesitaba algo dulce y que produjera serotonina, un poquito de felicidad instantánea. Aunque cuando entré a la chocolatería, ese poquito de felicidad se convirtió en un kilo de chocolate.
Lo otro, es un poco más difícil de entender, y como expliqué algo diabólico se apoderó de mí. Pasaba por la puerta de la farmacia, cuya dueña era la reconocida chismosa del barrio y, oh casualidad, prima de la nueva novia de mi ex, cuando tuve la idea. Al entrar dudé, porque además de ella, había varias clientas, señoras de edad avanzada que compartían charlas sobre sus dolores casi como si quisieran ver quién ganaba en males, señoras que conocía y me conocían desde siempre, señoras que disfrutaban de hablar de vidas ajenas. Pero todo el estrés y angustia me habían nublado el buen juicio, así que me acerqué al mostrador y, en voz clara y alta, pedí un test de embarazo. Sentí como todas las miradas se clavaban en mí. Sí, no es metafórico, porque casi sentí que me tocaban, pero no retrocedí.
-¿Perdón? – dijo la farmacéutica.
-Un test de embarazo – repetí y ella fue a buscarlo, aunque su expresión la delataba. Luego pagué, lo metí en mi cartera, y me marché. Mientras sentía el cuchicheo de las señoras del barrio detrás de mí.
¿Era consciente de lo que había hecho? No, no del todo. Era una tontería, una travesura, pero los rumores tienen vida propia, quizás podemos saber cómo inician, pero no cómo terminan. Casi sin darnos cuenta podemos crear al monstruo, pero son los demás quienes lo alimentan.
¿Estaba embarazada? No, con total seguridad no. No necesitaba un test para saberlo. Por suerte yo había elegido cuidarme siempre, aunque lo amara, aunque confiara en mi novio, aunque él varias veces no se hubiera protegido, yo siempre lo había hecho. Los hijos no estaban en mis planes.
Comprar el test había sido un momento de locura. Al salir de la farmacia no volví a pensar en ello. Tomé el autobús para ir a mi trabajo, y mientras viajaba, terminé el chocolate que me quedaba. Sí, en un día y medio me había devorado un kilo de chocolate.
El autobús se retrasó porque hubo un accidente de tránsito que generó un atolladero y que yo llegara tarde a mi trabajo, así que terminé corriendo por el pasillo sin mirar por donde iba, hasta que me di de lleno con algo, con alguien y terminé en el piso. Para mal de peores, "el alguien" era mi jefe, el que me estaba trayendo loca los últimos días, y no en el buen sentido. El hombre era una máquina de trabajo y nos tenía a todos trabajando a su ritmo, olvidé decir que trabajaba en una empresa de marketing y que aquel hombre acababa de llegar hacía unos meses y parecía decidido a convertirnos en la empresa más exitosa del mercado, ya fuera que quisiéramos cooperar o no. Llegaba absurdamente temprano y se iba más absurdamente temprano y estaba todo el tiempo haciéndonos ir a su ritmo, además era indescifrable, cada vez que le presentaba mi trabajo no podía saber si lo amaba o lo odiaba. Y ahora no solo me había pescado llegando tarde, sino que lo había golpeado y ahora tanto yo como el contenido de mi cartera estábamos desparramados en el piso.
En serio, ese día no dejaba de mejorar.
-¿Estás bien? – preguntó y estuve muy tentada de responderle "¿Quiere que le cuente?" y enumerar mi lista de malestares y maldiciones al universo. Pero respondí "Sí". Luego, horrorizada lo vi acuclillarse a mi lado para ayudarme a recoger mis cosas, y vi su expresión sorprendida en el momento exacto que visualizó el test de embarazo. Me apresuré a guardarlo e ignoré su mirada curiosa, era la primera vez que podía darme cuenta de sus emociones, y estaba desconcertado. Reaccionó rápidamente y me ayudó a ponerme en pie.
-Gracias, el autobús tuvo un problema por un atasco en el tránsito – me expliqué torpemente.
-Está bien. No corras, ve despacio – dijo como si no supiera bien qué decirme y siguió su camino. Respiré profundo y creí, pobre ilusa que ya lo peor estaba pasando. Trabajar mucho para distraerme parecía una buena idea.
El malestar empezó casi al finalizar la jornada, pero había decidido quedarme horas extras para calmar mis pensamientos y para terminar con los documentos que mi jefe me había encargado, porque además quizás así me resarciera por llevármelo por delante tras llegar tarde al trabajo. Lo último que necesitaba era que se me hiciera una mala imagen de mí.
Tomé un té y lamenté no haber comprado ningún medicamento digestivo en lugar de un test de embarazo, pero compraría algo al ir a casa, descansar también ayudaría. Claro que no debería haberme comido el kilo de chocolates, pero ese era el menor de mis arrepentimientos.