Los días en la mansión se habían vuelto un delicado ritual.
Desayunos con porcelana fina, conversaciones medidas y miradas que se decían más de lo que podían pronunciar.
Ámbar ya sabía cuándo debía hablar y cuándo callar, cuándo reír y cuándo fingir indiferencia.
Pero su espíritu, forjado en un tiempo de libertad y pensamiento, comenzaba a sentirse prisionero.
Lord Evan, su misterioso protector, la observaba desde la distancia. Siempre con esa sonrisa impenetrable, como si supiera que cada día ella se acercaba más al borde de una revelación.
Una tarde, el padre de la familia —Lord Whitmore— organizó una cena con su hermano, Sir Reginald, y varios caballeros de la nobleza local.
El tema de conversación giraba en torno a la política del reino y la educación.
Ámbar, sentada al final de la mesa, escuchaba en silencio.
Hasta que no pudo más.
—Disculpen, milords —dijo con voz temblorosa pero firme—. No puedo evitar pensar que si las mujeres tuvieran acceso a una educación más amplia, podrían contribuir al progreso de la sociedad.
La sala se quedó en silencio.
Los hombres se miraron entre sí, sorprendidos por la osadía.
Fue Sir Reginald quien rompió la quietud con una risa seca.
—Oh, querida —dijo con tono condescendiente—, las mujeres no necesitan pensar en esas cosas. Su deber es inspirar, no opinar.
Lord Whitmore asintió, sin malicia, pero con la certeza de quien repite lo aprendido.
—Mi sobrina tiene buen corazón, pero ideas demasiado… modernas. No debe preocuparse por asuntos de hombres.
Ámbar sintió cómo el calor subía a su rostro.
Darcy, sentado frente a ella, la observaba con una mezcla de admiración y tristeza.
—¿Y si una mujer tiene pensamientos propios? —replicó Ámbar, la voz quebrándose—. ¿Debe ocultarlos solo para parecer amable?
Las miradas se volvieron duras. Lord Whitmore se levantó con severidad.
—Señorita Ámbar, recuerde que la cortesía y la prudencia son las virtudes más bellas de una dama.
Ella bajó la mirada, mordiendo sus palabras como quien traga fuego.
—Entiendo, milord —susurró—. Las virtudes que callan, supongo.
El resto de la cena fue un eco lejano. No escuchó más que su propio silencio latiendo dentro del pecho.
Cuando todos se retiraron, Darcy la alcanzó en el pasillo.
—Ha hablado con valentía —le dijo en voz baja—. Pero en este mundo, la verdad suele tener castigo.
—Entonces este mundo no es tan hermoso como soñaba —respondió ella con lágrimas contenidas—. Pensé que aquí encontraría el amor que los libros prometían… pero solo encuentro jaulas doradas.
Darcy se acercó un paso, con la mirada ardiendo de ternura y dolor.
—Si las jaulas son inevitables, prefiero compartir la mía contigo.
Ella lo miró, con el alma dividida entre la emoción y la tristeza.
—No quiero jaulas, William. Quiero alas.
Él la tomó suavemente de la mano y la besó como si el tiempo se detuviera.
Pero justo en ese instante, una ráfaga de viento helado recorrió el corredor.
Las velas parpadearon, y en la distancia, la voz de Lord Evan resonó débilmente, como un eco antiguo:
> “El deseo se cumple… pero el precio aún no se ha pagado.”
Ámbar sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. Algo estaba cambiando.
El sueño que alguna vez pidió, comenzaba a mostrar su verdadero rostro.