El sol se filtraba débilmente entre las altas ventanas de la mansión, iluminando los muebles antiguos y el aire cargado de normas y deberes. Ámbar se levantó con el corazón acelerado; su mente no dejaba de pensar en Darcy y en el imposible compromiso que su padre había arreglado.
“Ámbar,” había dicho su padre días antes, con voz que resonaba como un martillo sobre el mármol del salón, “tu deber es con esta familia. No debes volver a ver al joven Darcy. Las mujeres no deben opinar sobre su destino.”
Esas palabras habían caído sobre ella como piedras, pero en su interior algo ardía con fuerza: un deseo que ninguna prohibición podía sofocar. No era solo amor; era libertad, era justicia para su corazón.
Esa tarde, Ámbar caminó por los jardines, donde los rosales florecían aún bajo la mirada severa del mundo victoriano. Allí encontró a Darcy, apoyado en un árbol, con la mirada perdida entre la hierba y el cielo.
“Ámbar…” dijo él, su voz apenas un susurro que el viento parecía guardar. “Cada momento lejos de ti es un invierno que quema más que el frío del mundo.”
Ella se acercó, tomando sus manos con determinación. “Darcy, no podemos seguir así. Mi tiempo es este, el siglo XXI. Es donde debo estar, donde mi vida tiene sentido… pero yo quiero que estés conmigo. No quiero dejarte atrás, ni quiero que nuestro amor muera atrapado en normas del pasado.”
Darcy la miró, con la incredulidad dibujada en su rostro. “¿Dejar todo… mi vida, mi mundo… por ir a un siglo que no comprendo?”
Ámbar asintió, sus ojos brillando de esperanza. “Sí. Pero no estarás solo. Aprenderás, te guiaré… y sobre todo, estaremos juntos. Por primera vez, libres de prohibiciones y compromisos impuestos por otros.”
El joven Darcy respiró hondo y, con el corazón latiendo desbocado, tomó la mano de Ámbar. “Si tú crees que nuestro destino está en tu tiempo… entonces te seguiré. Contigo, puedo enfrentar cualquier cosa.”
El viento se levantó, los árboles susurraron, y un brillo extraño empezó a envolverlos. La luz creció hasta cegarlos por un instante, y cuando Ámbar abrió los ojos, el mundo había cambiado. Rascacielos, automóviles, luces eléctricas y calles llenas de vida moderna se desplegaban ante ellos. Darcy permanecía a su lado, atónito y maravillado, mientras Ámbar lo guiaba, emocionada y sonriente.
“Bienvenido a mi siglo, Darcy,” dijo ella suavemente, apretando su mano. “Aquí nadie nos impondrá reglas absurdas. Aquí podemos vivir nuestro amor, y ser quienes realmente queremos ser.”
Darcy la miró, todavía confundido por los avances y sonidos extraños, pero al encontrar sus ojos, supo que todo valía la pena. “Si este es tu mundo… entonces haré todo lo que sea necesario para aprenderlo. Contigo.”
Sin embargo, aunque habían cruzado los siglos, los desafíos no habían terminado. La sombra del pasado, las normas del siglo XIX y los compromisos rotos aún acechaban en algún lugar. El amor de Ámbar y Darcy había vencido al tiempo por ahora, pero la pregunta permanecía: ¿podrán sobrevivir juntos en un mundo que no es el suyo y que aún exige sacrificios?
Mientras la ciudad moderna brillaba a su alrededor, Ámbar y Darcy caminaron juntos, abrazando la libertad recién conquistada, con la certeza de que su amor era lo suficientemente valiente para desafiar cualquier época...