A la mañana siguiente, Darcy se despertó con un sobresalto. Estaba convencido de que había llegado tarde a “su puesto en la cocina del castillo dorado”, como él lo llamaba en privado. Se vistió con una torpeza encantadora, intentando acomodar la gorra de McDonald’s como si fuera un casco de guerra. Ámbar, aún en pijama, lo observaba desde la cama con una sonrisa soñolienta.
—Amor… todavía faltan dos horas para tu turno —dijo entre risas.
Darcy se detuvo en seco, mirando el reloj digital como si fuera un artefacto oculto.—¿Dos horas? Por todos los cielos… ¡este artefacto del tiempo sigue jugando conmigo!
Ámbar se levantó y le acomodó la gorra.—Vuelve a la cama, caballero moderno. Necesitas descansar.
Pero él negó con firmeza.—No, florecita. Prometí servir con honor. Y si debo servir papas fritas, lo haré con dignidad.
Ámbar rió, encantada.—Está bien, guerrero de las hamburguesas. Pero al menos desayuna.
Más tarde, ya en el McDonald’s, Darcy comenzó su segundo día con una energía casi ceremonial. Todos lo miraban al entrar, como si hubiera llegado una celebridad accidental. El gerente, Diego, no sabía muy bien qué hacer con él.
—Bro… digo, señor Darcy… hoy te toca la caja —anunció, entregándole la tableta de pedidos.
Darcy la tomó como si fuera un grimorio antiguo.—¿Y este libro de luces… cómo funciona?
Diego suspiró.—Mira, solo presionas aquí… y aquí… y—
Darcy presionó un botón y accidentalmente abrió cien menús distintos.
—¡Por Dios! ¡La máquina ha perdido la razón! —exclamó Darcy, retrocediendo como si el aparato pudiera atacarlo.
Ámbar, que lo estaba acompañando para asegurarse de que no incendiara el local, se llevó una mano a la frente.—Amor… solo es táctil. No es magia.
Algunos clientes, ya familiarizados con él por los videos virales, comenzaban a llegar solo para verlo.
—¡Miren, miren, es el “caballero del McDonald’s”! —decía un adolescente mientras grababa.
Darcy, sin comprender del todo el fenómeno, hizo una reverencia impecable.—Saludos, nobles jóvenes. Qué honor verlos esta mañana.
Los chicos rieron fascinados.
—¿Nos puedes atender, caballero? —pidió uno.
Darcy tragó saliva, decidido.—Haré mi mejor esfuerzo.
Se inclinó sobre la pantalla, respiró profundo y dijo:—Ámbar, mi amor, acércate… creo que el “libro de luces” requiere tu sabiduría.
Entre risas, Ámbar lo ayudó a procesar la orden mientras él ponía su mejor sonrisa digna de retrato al óleo. Los adolescentes quedaron encantados.
—Eres un crack, viejo —le dijo uno.
Darcy asintió con solemnidad.—No sé qué significa eso, pero lo tomaré como un cumplido honorable.
A la hora del descanso, Darcy se sentó con Ámbar afuera del local. El sol comenzaba a calentar la tarde, y el olor a papas fritas se había impregnado en su uniforme.
Él suspiró, mirando sus manos.—Jamás imaginé que este siglo sería tan… agotador. Los artefactos son endemoniados, la gente habla raro, y todos llevan cajas de luz en los bolsillos…
Ámbar rió y apoyó su cabeza en su hombro.—Te estás adaptando muy bien, amor. No necesitas ser perfecto.
Darcy sonrió, algo sonrojado.—Pero… ¿realmente piensas que puedo sobrevivir en este mundo? A veces… me siento como un extraño.
Ámbar tomó su mano.—Eres un extraño. Y justamente por eso eres maravilloso. Este siglo necesita un caballero como tú.
Él la observó con una ternura profunda.—Prometo seguir aprendiendo, florecita. Aunque deba luchar contra más “libros de luces”.
—Prometo ayudarte —respondió ella, besándolo suavemente.
Darcy cerró los ojos, saboreando ese instante.—Mientras esté a tu lado, podré enfrentar cualquier época.
Y aunque aún no dominaba la caja registradora, ni entendía por qué la gente pedía tanto “combo grande”, el caballero del siglo XIX estaba empezando a encontrar su lugar… uno pedido, una sonrisa y una reverencia a la vez.