La tercera mañana desde que Darcy había comenzado su vida moderna parecía normal. Ámbar preparaba café mientras él intentaba entender cómo funcionaba una aspiradora, convenciéndose de que era “una criatura devoradora de polvo”. Todo transcurría como de costumbre… hasta que la luz de la cocina parpadeó.
Ámbar levantó la vista.—¿Se habrá ido la luz?
Pero Darcy sintió un escalofrío. Un sonido extraño, como un latido profundo, resonó en el aire. Luego, un breve destello azul cruzó la habitación.
—¿Viste eso? —preguntó Ámbar, dejando la taza a medias.
Darcy no contestó. Una presión invisible comenzó a apretarle el pecho, como si el universo lo estuviera llamando por su verdadero nombre. Cerró los ojos y vio imágenes fugaces, rápidas, distorsionadas: un carruaje detenido en medio del camino, un palacio británico vacío, personas buscando a alguien… a él.
—Ámbar… algo está mal —susurró con voz temblorosa.
De camino al trabajo, los efectos comenzaron a intensificarse. Las calles parecían parpadear. Por un segundo, Ámbar vio que la avenida se transformaba en un camino de tierra, con carretas fantasmales cruzando entre los autos. Parpadeó, y todo volvió a la normalidad.
—¿Lo viste? —preguntó ella, alarmada.
—El tiempo se está plegando… como si dos mundos chocaran —respondió Darcy, apretando los puños.—Y temo que es por mi culpa.
Al llegar al McDonald’s, el caos continuó. El letrero luminoso titiló y por un instante se transformó en un escudo heráldico medieval. Los clientes se detuvieron perplejos.
—Bro… ¿qué está pasando? —susurró Diego, el gerente.
Antes de que Darcy pudiera responder, un sonido resonó detrás de ellos, algo parecido a un trueno seco. Una grieta azulada se abrió en la pared, como un rasguño en la realidad. De su interior se escuchaban voces distantes, elegantes, con acentos antiguos:
—Sir Darcy… regresad… el Reino os necesita.
Los clientes gritaron, algunos grabaron con sus teléfonos, y otros corrieron hacia la salida. Darcy quedó paralizado. Ámbar le tomó la mano con fuerza.
—No te acerques. No sabemos qué es eso.
Darcy sabía exactamente qué era.—El tiempo está intentando corregirse, amor.
La grieta desapareció tan rápido como había llegado, dejando un olor a ozono y silencio absoluto. Darcy respiró hondo.
—Escúchame, Ámbar. Creo que mi ausencia está rompiendo mi época. Sin mí allí… las cosas no suceden como deberían. Personas desaparecen, decisiones no se toman, alianzas no se forman…
Ámbar sintió un peso en el estómago.—¿Y el futuro? ¿Mi futuro? ¿Nuestro futuro?
Darcy la miró con un dolor profundo.—Mi presencia aquí también lo está alterando. Los hilos del tiempo están tensos… demasiado tensos. Si siguen forzándose, pueden romperse.
Ámbar negó con vehemencia.—No. No puede ser. Tienes tu vida aquí ahora. Tu trabajo, tus papeles… yo.
Darcy tragó saliva.—Lo sé. Y por eso duele. Pero si el pasado se desmorona… este mundo podría hacerlo también.
En ese momento, la pantalla de pedidos del restaurante se encendió sola. El menú desapareció y fue reemplazado por un texto antiguo, escrito con caligrafía del siglo XIX. Decía:
“Regresa, Darcy. El tiempo se acaba.”
La pantalla chisporroteó y explotó un pequeño destello eléctrico que hizo gritar a varios empleados.
La advertencia era clara.
Ámbar se acercó a él con lágrimas en los ojos.—No me vas a dejar… ¿verdad?
Darcy la abrazó con desesperación, como si abrazara el único ancla que lo mantenía en este siglo.—No quiero. Dime que no lo haga y me quedo… aunque el universo entero se quiebre.
Ámbar, temblando, apoyó su frente contra la de él.—No quiero perderte… pero tampoco quiero que te pierdas tú.
Darcy cerró los ojos y susurró:—El tiempo está colapsando, mi amor. Y temo que pronto nos obligará a elegir. Esa noche, mientras la ciudad dormía, una nueva grieta se abrió silenciosamente sobre su cama, iluminándolos con un azul espectral. Pero esta vez, una figura cruzó parcialmente el umbral.
Un mensajero del siglo XIX… llamando al caballero que ya no pertenecía a su tiempo.