El teléfono sonó, un chirrido agudo que rasgó el silencio de la noche. La voz al otro lado era un susurro entrecortado, apenas audible, que le anunciaba la gravedad del estado de su madre. Aethelred. El nombre resonó como una sentencia. Un pueblo perdido en la costa, un viaje que se convirtió en un borrón de carreteras solitarias bajo un cielo plomizo, un presagio de lo que le esperaba. La casa olía a incienso rancio y muerte. Un silencio denso, pesado como una losa, lo envolvió al entrar. Su madre, en la cama, pálida y frágil, pero con una mirada que aún conservaba un destello de vida... hasta que sintió el toque. Un toque frío, bajo la mesa, que le heló la sangre. Un susurro gélido, una verdad que le perforó el alma y que sabía, con una certeza escalofriante, que cambiaría su vida para siempre.