El dolor me aclara la mente. La sangre que corre por mi brazo retiene mis lágrimas. Siempre he preferido el dolor físico al emocional. La espada de mi padre es mucho mejor que los ojos llorosos de mi madre.
Vuelvo en mí. Devuelvo el golpe. Luchamos hasta caer rendidos en la estera deshilachada. Faltan dos días. Dos días para cruzar el Océano Ácido que separa los continentes y llegar a la pequeña isla Aguamarina. Pocos kilómetros más al norte está el laberinto. Aún más arriba, tierras desconocidas que fueron olvidadas hace mucho tiempo. Dicen que allí hay agua dulce. Dicen que allí no hay que masticar las hojas de la repugnante asjun para sobrevivir.
Si quiero descubrirlo, tengo que superar el gran torneo que se celebra cada año. En él adolescentes de 17 años compiten por atravesar el laberinto. Al principio todos cruzaban. Pero perder a tantos niños era insostenible. Ahora todos pueden ir a las pruebas, pero no todos pueden cruzar. Solo uno. El mejor. Yo aspiro a ser la segunda mujer en conseguirlo, la primera en no morir en el intento. Aspiro a llegar al norte, a hacer desaparecer la barrera que nos separa.
Mi padre lleva entrenándome desde los ocho años. Venenos, disparar con flechas, con balas, cuerpo a cuerpo, espada, adivinanzas, química, matemáticas... Nada era suficiente.
Al principio no me lo tomé demasiado en serio. Quería vivir entre historias, como mamá. No me importaba ser débil y usar vestidos. Siempre tendría a mi novio Noah para protegerme. Pero todo cambió con catorce años. Apenas llevábamos dos años juntos (había niñas ya casadas a esa edad) y yo acababa de salir de mi entrenamiento, con ropa de cuero y una deshecha trenza blanca, para reunirme con él cuanto antes.
Me lo encontré en brazos de una preciosa chica con un vestido rojo. Sonriendo embobado. Me quedé paralizada a pocos pasos. A las nueve de la noche. Sola. No me di cuenta de que me atacaban por detrás. Fue un hombre. No demasiado alto, no demasiado bajo. Fácil de derrotar. Pero los brazos no me respondían. Noah me oyó gritar. Se marchó. Me resistí como una tonta presa del pánico. Me gané cinco cicatrices en el muslo y un corazón roto antes de que mi padre apareciese.
Sus ojos violetas me miraron decepcionados y me aseguraron que nunca debería volver a hacer caso a mi corazón. Al día siguiente, me metió mi flecha favorita, con plumas de fénix y madera rojiza, en mi carcaj y me ordenó matar a Noah de un disparo en el corazón. Lo hice. Nunca volví a adorar nada rojo desde entonces. Odio a mi mismísima sangre, a mis ojos, por recordarme a ese color.
Padre tiene una reunión en pocos minutos. Es alguien importante en Amarillo, seguramente por eso puede permitirse una sala de entrenamiento tan completa como esta. A veces me lleva a sus reuniones, afirmando que debo aprender a dilucidar cuando me mienten. Tal vez por eso vivo entre constantes engaños, artimañas que me llevan ayudando a ser desconfiada desde que tengo uso de razón. Estoy casada, para no llamar mucho la atención, aunque nunca he visto más que un par de veces a mi marido. Él también irá a las pruebas, aunque su entrenamiento es más normal. En una de las numerosas academias de la capital del continente. En una de esas academias en las que no admiten a mujeres. Nadie espera que me suba al autobús de los participantes. Pero los derrotaré a todos y luego me pintaré las uñas en el podio.