Un trato con el diablo

El peor Consejo

Fue tarde en buscarlo. Fue. Total, algún día moriré, y mientras tanto… voy a encenderlo todo.

Aquella noche no pude dormir. Me giré una y otra vez sobre la cama, sintiendo que el aire me apretaba el pecho como si llevara siglos acumulando polvo. La conversación que había tenido con Brianna no era común. Pero tampoco estaba mal. Solo era... diferente. Confesarse frente a alguien que aún creía en mí era casi un pecado.

No pensé que vería a mi madre. No apareció ni cuando entré por la puerta ni cuando subí a mi habitación. Creí que esto sería otra noche común, solo que cargada de una incomodidad que me carcomía los huesos. Pero me equivoqué.

La puerta se abrió de golpe, con una furia que solo ella sabía manejar.

—¿Qué demonios estabas pensando? —rugió con la voz al borde de la histeria—. ¿Acaso crees que esto es un juego? ¿Te estás volviendo loca? ¿Piensas arriesgarnos a mí y a tu hermano? No tienes conciencia. Estás buscando una guerra entre dos potencias que no sabes ni cómo defenderte.

—¿Qué maldito hermano, mamá? —escupí las palabras como si me ardieran—. Tú sabes igual que yo que ese viejo no puede tener hijos.

Su rostro palideció. Un gesto que apenas duró un segundo, porque se recompuso con la velocidad de una mujer que toda la vida ha mentido con gracia. Pero yo conocía a mi madre. Sabía que jamás le fue infiel a ese canalla, por mucho que él haya sido un cerdo. Lo amaba. Lo amó a su manera rota y silenciosa, y eso era aún más triste.

—Tienes que pensarlo —dijo con la voz más baja, como si el volumen pudiera hacerme retroceder—. Buscar una salida. Remediar lo que hiciste. Reincidir…

—¿Tú me estás escuchando? —le grité—. ¿Crees que para mí esto es fácil? ¿Que puedo simplemente desaparecer mis sentimientos? ¿Pretender que no pasó nada?

—¿Qué persona normal, hija mía, se atrevería a besar a un hombre tan peligroso? ¡Ese hombre es un monstruo! Hasta el gobierno mundial le teme.

—¡Yo no soy normal, mamá! —le grité desde el alma—. Nunca lo fui. Y tú tampoco estuviste ahí para criarme, para enseñarme a ser algo diferente. Te fuiste cuando tenía diez años. Diez. Te largaste a vivir tu vida con Alejandro, a pelear con papá por una custodia que ni te importaba.

Mi voz se quebró, pero no me detuve. No podía.

—Te fuiste a vivir tu cuento de hadas con joyas, diamantes, viajes. Mientras yo... yo estaba allá, en República Dominicana, en un campo donde aprendí que la vida no se trata de finales felices. Aprendí a sobrevivir. A esconder el dolor. A endurecerme.

—No digas eso… —intentó acercarse.

—¡No me toques! —grité—. Yo me refugié donde solo los verdaderos monstruos pueden hacerlo: en la oscuridad. Y créeme, mamá... conmigo no puedes jugar a ser la santa. Porque esta oscuridad te pertenece también. Es tu herencia. Tu legado. Yo soy lo que tú hiciste.

La miré directo a los ojos, con el odio creciendo como fuego en mi pecho.

—Porque eres una hipócrita. Una mujer despreciable y moral solo cuando te conviene. Mientras tú vivías tu puto cuento de hadas, yo apenas sobrevivía con mi papá.

La tensión en la casa se volvía insoportable. El eco de los pasos de mi madre sobre el mármol se mezclaba con el latido acelerado de Salieth, atrapada entre el peso de un pasado que no pidió y un futuro que no terminaba de pertenecerle.

—No entiendes nada, mamá —escupió ella, con la voz quebrada, pero cargada de rabia contenida.

Su madre la miró con esos ojos endurecidos por los años y la supervivencia, ojos que no buscaban consuelo, sino obediencia.

—¡Te estoy salvando! —rugió, la furia temblando en cada sílaba—. Un error, una sola desobediencia, y ese hombre podría arrasar con tu cuerpo hasta dejarte sin alma.

El silencio se hizo espeso. La frase quedó flotando como un veneno. Salieth tragó saliva, intentando sostener el peso de esas palabras que la encadenaban más que cualquier reja.

—Ese hombre… —susurró ella, apenas audible, como si con solo nombrarlo evocara un fantasma que le recorría la piel.

El nombre prohibido, el eco de la tragedia: Zarek D’Vellaro. El Diablo.

Pasos pesados se escucharon. A lo lejos, la puerta se abrió de un portazo, revelando el rostro enfurecido de Alejandro.

—Ese hombre al que estás tan obsesionada en buscar te secuestró. ¿Qué demonios tienes en la cabeza, niña? —rugió como un animal, apretando los dientes.

Mi madre, siempre sumisa ante ese hijo de puta, respondió bajito, en un tono tembloroso:

—Alejandro, cariño… Salieth es joven, aún no sabe lo que quiere —dijo, temblando mientras pronunciaba cada palabra.

—Te llevaré al territorio de esos imbéciles. No me causarás problemas. Recoge tus cosas. No quiero verte aquí —sentenció con desprecio.

La rabia la empujó a enfrentarlos.

—No soy tu marioneta. No soy el trofeo que vas a entregar para seguir viviendo de rodillas.

La bofetada resonó como un disparo. La piel de Salieth ardió, pero su mirada no tembló.

—Cállate —escupió su madre, con lágrimas en los ojos que jamás admitiría.

Un silencio desgarrador las separó, y por primera vez, Salieth sintió que aquel vínculo de sangre era una cadena oxidada, lista para romperse.

Ambos salieron de la habitación, no sin antes bufar y advertirle, sin darle oportunidad de negarse:

—Esto es por tu bien, hija. Debes ir con ellos. Por el bien de tu hermanito.

En la soledad de su habitación, con las paredes devorando sus pensamientos, tomó el cuaderno donde solía escribir lo que jamás decía. La música sonaba bajito desde su celular, una melodía que parecía hablarle en italiano:

"La vita è una condanna, un amore che brucia e non perdona…"

(La vida es una condena, un amor que quema y no perdona).

Cada palabra se le metía bajo la piel, recordándole que aquel hombre al que todos llamaban Diablo no era solo una amenaza. Era también el fuego que la atraía, aunque supiera que podía consumirla viva.




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