Un Trato Dulce

La oportunidad perfecta

Wilbert

¿Quién es Astrid Campbell? Esa fue la primera pregunta que cruzó por mi mente cuando la conocí en ese viaje a Italia a la casa de mi hermano. Sabía que era la hermana de mi yerno, una mujer prohibida y altamente atractiva. Lo que más llamó mi atención fue el parecido entre ambos: ella criaba a su hija sola, como yo crie a la mía, con la diferencia de que mi esposa murió y el padre de su pequeña... Él, bueno, no sé nada de él, solo que Chelsea no lleva su apellido.

Quedé cautivado por su belleza y por su determinación para vivir la vida, para salir adelante sola, aunque sé que mi yerno la ayuda. Pero por alguna razón que no comprendo, ella tiene mi atención desde esas tardes en Italia. Esas largas conversaciones donde solo me dedicaba a observarla y escucharla, como no hacía desde hace años con una mujer, me dieron ganas de vivir, resucitaron mi alma de una forma esplendorosa. Fue una patada al corazón; latió de nuevo desde que mi esposa falleció.

Astrid era diferente a todas las mujeres que había conocido desde entonces. Había algo en su mirada, una mezcla de fuerza y vulnerabilidad que me desarmó por completo. Su belleza era evidente, pero lo que realmente me cautivó fue su espíritu indomable, esa fuerza silenciosa con la que enfrentaba la vida, como si cada día fuera una batalla que ella estaba decidida a ganar. En su presencia, me sentí pequeño, insignificante, como si todos mis logros y riquezas palidecieran ante la sencillez de su lucha diaria.

Recuerdo cada detalle de esas tardes en Italia. La luz del sol cayendo suavemente sobre su rostro, el brillo de sus ojos al hablar de su hija, la forma en que sus labios se curvaban en una sonrisa cuando mencionaba las pequeñas victorias que había conseguido a lo largo de los años. Todo en ella me atraía, como si fuera un faro en medio de la oscuridad que había sido mi vida desde la muerte de Kaylee. Pero junto a esa atracción, había algo más profundo, más inquietante. Un miedo, una voz en mi interior que me decía que no tenía derecho a sentir lo que estaba sintiendo, que mi amor por Kaylee debía ser suficiente, eterno, inmutable.

Sin embargo, no podía ignorar lo que Astrid despertaba en mí. Cada vez que nos encontrábamos, sentía cómo el hielo alrededor de mi corazón comenzaba a derretirse, cómo la coraza que había construido durante años se agrietaba, dejando al descubierto al hombre vulnerable que había intentado esconder. Era una sensación aterradora y a la vez liberadora. Por primera vez en mucho tiempo, me permití imaginar una vida diferente, una vida donde el dolor no fuera el único sentimiento que conociera.

A pesar de todo, había un abismo entre nosotros, un abismo que parecía insalvable. No solo era la diferencia de edad o el hecho de que ella era la hermana de mi yerno; era el recuerdo de Kaylee, la sombra de su amor que aún planeaba sobre mí, la culpa que sentía por siquiera considerar la posibilidad de seguir adelante. ¿Cómo podía traicionar su memoria así? ¿Cómo podía permitirme amar de nuevo cuando ella había sido todo para mí?

Pero Astrid, sin darse cuenta, me estaba mostrando que tal vez no era una traición. Que tal vez, amar de nuevo no significaba olvidar a Kaylee, sino honrar lo que habíamos compartido al permitir que mi corazón latiera una vez más. Me debatía entre el miedo y la esperanza, entre el deseo de protegerme y la necesidad de sentir. Era como estar en el borde de un precipicio, con un pie en el vacío y el otro aferrado a la tierra firme, sin saber si debía dar el salto o retroceder.

Esos días en Italia me cambiaron de maneras que aún estoy tratando de comprender. Astrid Campbell, con su sencillez y su fuerza, se convirtió en el catalizador de una transformación que no había previsto. Me mostró que, a pesar de todo, aún era capaz de sentir, de amar, de soñar.

—Pensamientos de un viejo. —susurro en la soledad de mi enorme oficina.

Mi corazón se detiene por un instante al ver a Sabina en el umbral de la puerta. Es el vivo retrato de su madre, mi difunta esposa. Cada vez que la veo, es como si Kaylee estuviera de regreso, solo que más joven, más vibrante, con los mismos ojos que aún pueden atravesar las defensas que he construido a lo largo de los años. Pero la perturbación en mi interior va más allá de su parecido físico. La presencia de Sabina aquí, en mi oficina, no es algo que deba tomarse a la ligera. Si ha venido hasta mí, es porque hay algo que la preocupa profundamente, y mi mente, inevitablemente, se dirige a mis nietos.

Me pongo de pie de golpe, el temor apretando mi pecho como un puño. Sabina, como si leyera mi mente, me dedica una sonrisa tranquilizadora, pero la preocupación sigue agazapada en mi interior.

—Hola, papá —saluda, acercándose al escritorio. —Tus nietos, yerno y yo estamos bien. —realmente, me importa poco su esposo, es un egocéntrico y malhumorado, pienso. —En el fondo quieres a Mark. —me da un beso en la frente.

—Muy en el fondo. —musito. —¿Cómo estás? Y lo más importante, ¿qué hiciste? —enarca una de sus cejas, mientras se sienta a mi lado. —La última vez que viniste fue a los quince años y porque tenías problemas en la escuela. —gruño, recordando su comportamiento errático de aquel entonces.

—Que rencoroso resultaste ser. —bufa. —Necesito un favor. —va directo al grano.

—Dinero no creo que sea, lo tienes, tu esposo gana más que yo que soy el dueño de este imperio. —señalo mi oficina, la cual se encuentra en el banco central de Londres. —Tienes el tuyo de cuando trabajabas y mis nietos tienen cuentas propias, entonces no entiendo en que puedo ayudarte. —Sabina niega y vira sus ojos.

—¿Cuándo será el día que te quieras un poco más? —farfulla. —Las personas no solo te contactamos por dinero, papá. —suspira con pesar.

—Este mundo te vuelve materialista. —ser el banquero más grande de Europa no es tarea fácil, pienso.

Las personas se han convertido en números en mi vida. No son más que cifras en una hoja de cálculo, ecuaciones que debo resolver para maximizar beneficios. Todo gira en torno al dinero, a los cálculos precisos que determinan el valor de cada transacción. Los bancos son mi reino, y el capital es la única ley que reconozco. Aquí no hay espacio para el amor ni para la compasión; esos sentimientos son lujos que no puedo permitirme. Mi poder reside en mi capacidad para prestar dinero y, a cambio, exigir el doble, el triple si es necesario. Los intereses y comisiones son las únicas medidas de valor que conozco.




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