Astrid
El nombre de Wilbert, el suegro de mi hermano, resuena en mi mente más veces de las que estoy dispuesta a admitir. Todo en mi vida parece encontrar un eco en él, en ese viaje a Italia que cambió más de lo que podría haber imaginado. Cuando lo conocí, no esperaba mucho más que un encuentro cordial, quizás un intercambio superficial de palabras educadas. Pero lo que encontré fue a un hombre de experiencia, muy maduro, con una diferencia de edad considerable, sí, pero también con una sabiduría y serenidad que me cautivaron de inmediato.
Wilbert, con su manera de expresarse, sus modales anticuados pero encantadores, y esa sonrisa cálida que parecía desarmar cualquier barrera, logró que me abriera de una forma que no había hecho con nadie en mucho tiempo. Me escuchó, no solo con paciencia, sino con un interés genuino que me desconcertó al principio. No estaba acostumbrada a que alguien me prestara tanta atención, y mucho menos un hombre que, en otras circunstancias, podría haberme intimidado. Pero Wilbert no era intimidante. Era sincero, y eso lo hacía diferente.
Recuerdo cómo me sentí al hablarle de mi vida, de mi lucha como madre soltera. No me juzgó, no intentó darme consejos no solicitados. Simplemente, me escuchó, asintiendo de vez en cuando, como si entendiera cada palabra que salía de mi boca. Y quizás lo hacía. Después de todo, él también había criado a su hija solo, aunque por razones muy distintas a las mías. Su esposa había fallecido, y eso lo marcó de una manera que pude ver reflejada en sus ojos cada vez que mencionaba a su hija. Yo, en cambio, fui abandonada por el hombre que prometió estar a mi lado, que me dejó cuando más lo necesitaba, justo al enterarse de que estaba embarazada. No estaba listo para ser padre, dijo, rompiéndome el corazón en el proceso. Pero por mi pequeña Chelsea, me levanté, me armé de valor, y seguí adelante.
Wilbert entendió eso. Lo vi en su mirada, en la manera en que asentía, como si compartiera una parte de mi dolor, de mi lucha. Y lo más curioso fue ver cómo rápidamente congenió con mi hija. Chelsea, con su carácter fuerte y su ingenio, siempre ha sido recelosa con los extraños, especialmente con los hombres. Mi hermano, quien ha sido su figura paterna, la ha educado en la desconfianza hacia los hombres, quizás por temor a que yo vuelva a sufrir. Le ha inculcado que no debe hacerse amistades con hombres, y mucho menos si estos parecen tener algún interés en mí. Creo que, en su mente, Wilbert es diferente precisamente porque él no me ve de esa manera. No soy para él más que una simple enfermera desempleada, una mujer que vive de la caridad de su hermano. Y tal vez eso sea lo que ha permitido que Chelsea baje la guardia con él.
Ver a mi hija sonreírle a Wilbert, hablar con él con esa mezcla de curiosidad y respeto, fue un cambio inesperado. No es que Chelsea sea hostil por naturaleza, pero siempre ha sido protectora conmigo, como si a su corta edad entendiera que, en este mundo, nuestra pequeña familia es lo único que tenemos. Y, sin embargo, Wilbert se ganó su confianza con una facilidad que me dejó perpleja. Ella, que ha aprendido a no confiar fácilmente, encontró en Wilbert a alguien en quien podía apoyarse, un aliado inesperado en un mundo que muchas veces parece hostil.
Por mi parte, no puedo negar que me siento atraída por Wilbert, no obstante, no en el sentido romántico, o al menos no conscientemente. Lo que me atrae de él es su fortaleza tranquila, su capacidad para escuchar sin juzgar, su manera de ser que me hace sentir que, a pesar de todas mis luchas, no estoy tan sola como siempre creí. Si embargo, también hay una barrera, una distancia que me impide acercarme más. Quizás es la diferencia de edad, o tal vez sea el hecho de que lo veo como alguien que pertenece a otro mundo, un mundo de poder y riqueza del que nunca formaré parte.
No puedo dejar de pensar en él, en cómo cambió mi perspectiva en esos pocos días en Italia. Me pregunto si Wilbert piensa en mí de la misma manera, o si simplemente fue un encuentro casual que ya ha olvidado. Cada vez que cierro los ojos, su imagen vuelve a mí, y me encuentro deseando que, de alguna manera, nuestras vidas vuelvan a cruzarse, aunque sea solo para sentir, una vez más, esa conexión inexplicable que sentí con él. Porque, aunque no lo entienda del todo, sé que Wilbert ha dejado una marca en mí, una huella que no se borrará tan fácilmente.
—Disculpa la demora, Astrid. —Sabina baja de las escaleras de su casa con el rostro cansado y una sonrisa en sus labios. —Hacer dormir a dos bebés es lo más difícil del mundo. —musita. —Se ven hermosos durmiendo. —ella está enamorada de sus hijos.
—Es que lo es, con Chelsea pasé noches enteras sin dormir, no quiero pensar en dos bebés al mismo tiempo. —ella sola puede con esos niños. —Hablando de mi hija, ¿dónde está? —se sienta a mi lado.
—Preparando la cena con su tío Mark. —me guiña un ojo. —Astrid, quiero hablar contigo sobre tu situación económica. —si algo tiene mi cuñada es lo directa e indiscreta que es.
—Sabina, no, ya lo hablamos no quiero tu dinero. —bufo. Su insistencia saca lo peor de mí. —Agradezco la oferta y ya mi hermano hace mucho por mí, sé que gran parte del dinero viene de tus cuentas bancarias, la escuela privada de Chelsea, la hipoteca del departamento y los gastos fijos, pero no voy a permitir que sigan manteniéndome, si antes pude, podré ahora. —gruño, recordando porque estoy a la deriva.
—No sé de qué hablas. —se hace la desentendida, cuando sé que es ella la que solventa mis gastos, se cree que soy tonta. No sé como Mark con su orgullo lo permite, debe tenerlo amenazado, él hace lo que ella le diga. —¿Por qué dejaste la enfermería?, ¿te cansaste de ser enfermera? —enarco una de mis cejas.
—Estudie enfermería porque fue lo más fácil, estando embrazada, no me apasiona mucho la medicina, pero se me daba bien, hasta que... —guardo silencio. Contarle algo es para que le diga a mi hermano.
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Editado: 15.11.2024