Un Trato Dulce

Mi hija conquisto su corazón

Wilbert

Chelsea ha entrado y salido de mi oficina tantas veces hoy que he perdido la cuenta. Es una pequeña fuerza de la naturaleza, un torbellino de energía que inunda mi espacio con su risa y sus preguntas interminables. Pero Astrid, su madre, ha puesto un límite. Le ha prohibido volver a entrar, y aunque no quise decírselo, preferiría que no lo hubiera hecho. La presencia de Chelsea, lejos de molestarme, me revive de una manera que no experimentaba en años. Pero no puedo pasar por alto la autoridad de Astrid; es su hija, y aunque soy su jefe, no debo interferir en cómo la cría.

La verdad es que esa niña me recuerda a Sabina. Hay algo en su energía inagotable, en sus respuestas rápidas y en sus ojos brillantes que me hace pensar en mi hija. Pero mientras Chelsea ocupa una parte de mi corazón que creía dormida, es Astrid quien realmente captura mi atención.

Astrid, con su belleza serena y su corrección impecable, es una mujer que no solo llama la atención; la exige. Hay algo en ella que me desarma, algo que va más allá de su sonrisa encantadora o su risa contagiosa. Es una especie de magia que ella tiene, una luz que brilla incluso en los días más oscuros de mi vida.

Cada vez que la veo, siento un temblor en mi interior, algo que no había experimentado en mucho tiempo. Es como si algo dentro de mí, algo que había estado dormido durante años, se despertara lentamente. Esos sentimientos que creía muertos, enterrados bajo años de dolor y soledad, empiezan a resurgir, y eso me asusta más de lo que quiero admitir.

Me encuentro a mí mismo buscando excusas para estar cerca de ella, para verla, para escuchar su voz. Y cuando no está cerca, la extraño de una manera que no tiene sentido.

Astrid es mi secretaria, y eso establece una barrera que no puedo ni debo cruzar. Pero la verdad es que, por mucho que intente ignorarlo, Astrid me gusta. No es solo un capricho pasajero; es algo que ha crecido dentro de mí, algo que se ha arraigado en lo más profundo de mi ser. Y aunque sé que no debo, no puedo evitarlo.

Hoy, cuando la vi sonreírle a Chelsea mientras la llevaba fuera de mi oficina, sentí un dolor agudo en el pecho. No era un dolor físico, sino algo más. Era el dolor de querer algo que no puedo tener, el dolor de desear lo prohibido.

Pero también sé que no puedo permitir que estos sentimientos se apoderen de mí. No puedo cruzar esa línea, no solo por mí, sino también por ella. Astrid merece algo mejor que un hombre como yo, alguien que esté roto por dentro, alguien que no tiene nada más que ofrecer que su nombre y su fortuna.

Mis pensamientos y el bullicio mental que hay en mi cerebro son interrumpidos por la puerta de mi oficina abriéndose lentamente, dejando a la vista una cabellera rubia y unos ojos azules, repletos de curiosidad y desobediencia.

—Entra —susurro para que Astrid no escuche. —Tu madre se enojará si te ve aquí. —le advierto, mientras cierra la puerta de la oficina con sumo cuidado. —Chelsea, ¿te gusta romper las reglas? —asiente sin vergüenza.

—No, porque hay castigos —camina en mi dirección. —Mamá es estricta con desobedecerla, pero ella tiene muchas reglas. —se sienta en la silla que se encuentra frente al escritorio, quedando al otro lado de donde estoy. —Dice que lo hace por mi bien, no entiendo por qué los adultos tienen reglas, si ustedes mismos rompen las suyas. —esta niña es demasiado inteligente para su corta edad.

—Bueno, si lo ves de esa manera, es cierto, pero ¿tú quieres ser como los adultos malos? —sus ojos se abren en desmedida y niega. —Entonces, no desobedezcas a tu madre. —le advierto.

—¿Me voy? —me ve con pena.

—No, por ahora puedes quedarte. —asiente. —Toma. —le doy unas hojas en blanco y un par de crayolas. —hazme un lindo dibujo. —le pido.

Chelsea, comienza a dibujar con una concentración que me resulta entrañable. El papel blanco se va llenando de colores brillantes, trazando la figura de un enorme árbol de Navidad. Es diciembre, después de todo, y esta es la época más mágica para cualquier niño.

Observo cómo sus pequeñas manos delinean cada detalle con cuidado. Primero, el árbol, verde y frondoso, adornado con esferas y luces de colores. Luego, dibuja a una mujer, que supongo es su madre, seguida de una figura que la representa a ella misma. Por último, aparece un hombre en la escena. ¿Será Mark? Me pregunto en silencio.

Chelsea sigue dibujando con entusiasmo, añadiendo copos de nieve que caen suavemente sobre el paisaje navideño. Rodea el árbol con regalos de diferentes tamaños y colores, como los que cualquier niño sueña encontrar la mañana de Navidad. Es una escena festiva, el reflejo perfecto de lo que la televisión y las películas proyectan como el espíritu navideño.

Sin embargo, mientras observo su creación, no puedo evitar sentir una punzada en el corazón. Chelsea, con toda su inocencia, está capturando lo que para ella representa la Navidad: un árbol resplandeciente, regalos, y una familia feliz. Pero sé qué hay más en estas fiestas que lo que ella dibuja. La verdadera esencia de la Navidad, ese sentido de unión y amor profundo, parece escapársele. Pero, ¿acaso no le sucede lo mismo a la mayoría de los niños? Al fin y al cabo, ella refleja en su dibujo lo que ha aprendido y lo que sueña.

Lo firma al final de la hoja «Chelsea Campbell.»

Se me acerca y en silencio, me lo entrega con una enorme sonrisa en sus labios.

—No llevas el apellido de tu padre. —la pequeña de ojos azules me ve con tristeza.

—No, él no sabe de mí. —arrugo el entrecejo. —Mamá me dijo que trabaja mucho y que por eso no tiene tiempo de verme, pero lo hará, sé que sí, soy buena niña y siempre hago lo que dice mi mamá. —la observo entre la pena y el dolor.

—Haces bien, las mamás siempre tienen razón. —niega con determinación.

—No, mamá suele confundirse, —enarco una de mis cejas. Me recuerda a mi hija, ellas son muy parecidas. —Me porto bien porque le pido a Santa Claus que me dé de regalo de Navidad la visita de mi padre. —se me rompe el corazón. —Ojalá y su jefe le permita venir esta vez a visitarme. —súplica en tono apenas audible.




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