Un Trato Dulce

Kaylee fue única, no hay remplazo para ella

Wilbert

Ver la emoción en el rostro de Chelsea mientras exploraba el jet privado fue una delicia para mis ojos. Desde el momento en que fui a recogerla a ella y a su madre, en su departamento hasta nuestra llegada a Nueva York, la pequeña no dejó de asombrarse con cada detalle. Sus ojos brillaban de curiosidad mientras examinaba cada rincón del avión, como si cada botón y cada luz fueran parte de un gran misterio por descubrir. Su alegría era contagiosa, y aunque intento mantener mi compostura, no pude evitar sentir una calidez inusual al verla tan feliz. Fue un viaje diferente, no solo por la compañía, sino también porque había una ternura en el aire que no experimentaba desde hace mucho tiempo.

Al llegar a Nueva York, nos instalamos en una habitación doble. Esta no era la que acostumbro a pedir, pero traer a Astrid y Chelsea cambió las cosas. Esta vez, tenía que pensar en su comodidad, en su bienestar, y aunque lo hice de manera automática, la conciencia de que estaba tomando en cuenta a otras personas me hizo reflexionar. Son mujeres hermosas, cada una a su manera. Chelsea, con su energía desbordante y su risa contagiosa, y Astrid, con esa sonrisa suave y reservada, tan diferente de la habitual frialdad que encuentro en mi entorno.

Astrid, aunque sonría, no puede ocultar la preocupación que asoma en sus ojos. Hay algo que la inquieta, algo que no quiere compartir. Intuyo que tiene que ver con Mark, su hermano, quien montó un verdadero espectáculo cuando supo que las traería conmigo a Nueva York en lugar de que pasaran la Navidad con toda la familia en Italia. Mark siempre ha sido sobreprotector con Astrid, y sé que sospecha de mis intenciones. Claro, él no tiene por qué meterse en nuestros asuntos, pero su recelo es comprensible, aunque infundado. Astrid es una adulta capaz de tomar sus propias decisiones, y aunque Mark quiera intervenir, ella sabe lo que hace. Mis intenciones, por más claras que estén para mí, no necesitan la validación o aprobación de nadie más.

La situación con Mark podría haber sido tensa, mi hija, intervino de manera inesperada. Sabina, con esos ojos que son el reflejo exacto de los de su madre, siempre ha tenido un sexto sentido para entenderme. Sin decir mucho, tranquilizó a Mark y le ordenó que no se entrometiera. Luego, se acercó a mí con una lista improvisada de cosas que le gustan a Astrid y a Chelsea, sugerencias de lugares y actividades que podrían disfrutar aquí en Nueva York. Fue un gesto simple, pero significativo. Sabina me conoce mejor que nadie, y aunque sé que tenía mucho que decirme, se limitó a desearme suerte y a pedirme que cuidara de mis invitadas. En su mirada vi algo más que simple preocupación filial; había una chispa de esperanza, una pequeña llama de alegría que me hizo pensar que, en el fondo, cree que estoy dando un paso hacia adelante en mi vida.

Sabina está equivocada. Mis motivaciones para traer a Astrid y a Chelsea aquí no son lo que ella piensa. Solo hay una Kaylee en mi vida, y nadie puede ocupar su lugar. El vacío que dejó no es algo que se pueda llenar con otra relación, por más tentadora que sea la idea. El recuerdo de Kaylee es una sombra que siempre me acompaña, una presencia constante que no me deja olvidar lo que perdí. Mi vida se ha vuelto un tributo a su memoria, y aunque mi hija quiera verme feliz de nuevo, no puedo imaginar un futuro en el que alguien más ocupe ese espacio.

La reunión que mencioné para justificar el viaje realmente no existía al principio, pero la he organizado. Será algo pequeño, solo tres empresarios y yo, compartiendo un café y discutiendo asuntos triviales. Nada que requiera mi total atención, no obstante, suficiente para mantener la fachada de un viaje de negocios. Mientras tanto, Astrid y Chelsea tendrán tiempo para disfrutar de la ciudad. Y aunque me esfuerzo por mantener una distancia emocional, sé que las razones por las que están aquí son más complejas de lo que quisiera admitir.

Este viaje es una oportunidad, sí, pero no de la manera en que Sabina cree. No estoy buscando comenzar de nuevo; simplemente estoy cuidando a quienes ahora forman parte de mi vida, aunque de manera diferente a lo que todos podrían imaginar. La verdad es que no busco reemplazos. Mi vida está marcada por un pasado que no quiero dejar atrás, y aunque Chelsea y Astrid traen luz a mis días, son reflejos de una felicidad que ya no espero encontrar.

—Señor Cooper —esa cabellera rubia, asoma por la puerta que divide la habitación de ellas de la mía. —¿Puedo pasar? Mamá dijo que debo preguntar y no invadirlo. —sonrío con diversión.

—Chelsea, yo sé que no tu madre es una buena mamá, pero por favor, deja de decirme señor, solo Wilbert. —imploro. —Pasa, ¿qué quieres hacer? —sabiendo la energía que lleva en su alma algo debe querer hacer.

—No sé, lo que sea, no quiero ver la televisión. —bufa, caminando hasta la mesa que hay en la habitación. —Mamá se está dando un baño y aproveché para hablar con usted. —mis pensamientos se van a Astrid bañándose, me doy un golpe mental y me concentro en su hija.

—Podemos ir de compras, al cine, a visitar el parque, ver el árbol de Navidad —enumero con mis dedos.

—Pero ¿solas? —arrugo el ceño. —Es que tiene trabajo. —Niego.

—La reunión será mañana, no tengo energías para estar con personas frívolas en este momento. —me ve confundida. —Prefiero pasar tiempo con ustedes, si es que tu madre no se encuentra cansada, tú eres una pequeña llena de energías, pero en mi caso soy un viejo y me canso. —Chelsea achica sus ojos en mi dirección.

—Mi tío también le dice viejo. —mi yerno es un estúpido, pienso. —Yo no lo veo viejo, viejo es alguien que tiene bastón, ¿usa bastón? —niego. —Entonces, no es viejo. —dictamina con una sonrisa.

—Eres demasiado dulce, Chelsea. —la halago.

—Dicen que soy como mi madre. —no lo dudo, pienso.

—Sí, ambas son parecidas. —niega.

—Soy rubia y de ojos azules, mamá es castaña de ojos marrones. —me tenso. Entiendo a donde lleva la conversación. —Debo ser como mi padre. No tengo fotos de él para confirmarlo. —mira sus pequeñas manos.




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