El último timbre del año escolar sonó como una explosión contenida. Ese ¡trriiiiiing! largo y agudo que siempre parece más fuerte el último día, como si la escuela también estuviera desesperada por irse de vacaciones.
—¡Por fin! —gritó alguien detrás de mí mientras los pasillos se llenaban de risas, mochilas golpeando piernas y el eco de puertas abriéndose y cerrándose.
Un segundo antes, todos estaban en sus asientos, quietos, fingiendo escuchar las palabras finales de la directora por los parlantes. Un segundo después, el pasillo entero de Grove High se convirtió en un río desbordado: mochilas golpeándose, carpetas volando, gente riendo, otros gritando “¡vacaciones!” como si anunciaran un milagro.
Yo también sonreía, aunque no por las mismas razones que todos. Para la mayoría, el verano significaba descanso. Para mí, significaba oportunidad.
Había pasado meses enteros esperando enviar mi solicitud al campamento de fútbol juvenil de Northlake. Entrenadores profesionales, partidos todos los días, visores universitarios… era el tipo de lugar donde los sueños empiezan a parecer posibles.
Caminé hacia mi casillero sorteando empujones, saludos y despedidas exageradas. Un par de chicas me chocaron el hombro sin querer, pero ni me molestó. Tenía la cabeza en otra parte.
En el campo.
En un uniforme.
En mí, jugando como si todo dependiera de un pase perfecto.
A mí me gustaba caminar despacio en estos momentos; era mi forma de absorberlos. Sentir cómo el aire cambiaba, cómo la tensión desaparecía. El verano siempre tuvo ese efecto de respiro profundo.
—Vamos, Tess —me dijo Thomas, mi hermano mellizo, empujándome suavemente con el hombro mientras esquivaba a un grupo que bailaba literalmente en medio del pasillo—. Si no salimos ahora, nos van a arrastrar.
—No es tan grave —respondí, aunque tenía que admitir que el caos estaba empezando a devorar la paciencia de todos.
Salimos al estacionamiento. El sol de Portland estaba alto, pero no quemaba; más bien abrazaba. Thomas levantó los brazos como si fuese un ritual que hacía todos los años.
—Libertad, bendita libertad —declaró, teatral, ganándose algunas risas de un grupo cercano.
Yo solo sonreí. Era lindo verlo así, tan él.
Caminamos las tres cuadras hasta casa, siguiendo el viejo camino bordeado de pinos. La zona estaba lleno de chicos soltando sus últimos exámenes a los aires, familias preparando parrillas, bicicletas tiradas en todos lados. Todo olía a verano.
Cuando abrimos la puerta de casa, noté de inmediato algo extraño: demasiado silencio.
—¿Mamá? ¿Papá? —llamó Thomas, dejándose caer la mochila en el piso.
Yo avancé hacia la cocina. Sobre la mesa, había una nota escrita con la letra apurada de nuestra mamá, y una llave extra al lado.
La leí en voz baja:
“Mis queridos niños, perdón por la noticia express.
Surgió un proyecto grande y papá y yo tendremos que viajar todo el verano, realmente nos habría encantado compartir tiempo con ustedes, lo sentimos, se los compensaremos.
Evan estará con ustedes.
Volvemos a finales de agosto.
Los amamos.
—Mamá.”
Me quedé mirando la hoja unos segundos más de lo necesario.
El verano entero.
Sin ellos.
Thomas llegó a mi lado.
—¿Qué pasa? —preguntó, antes de tomar la nota y leerla él mismo.
Su expresión pasó por sorpresa, enojo leve y finalmente algo entre resignación y oportunidad.
Lo conozco demasiado bien.
—Bueno… —dijo, doblando la nota con exagerada calma—. Eso fue inesperado.
—Un poco —respondí, aunque en realidad sentía un pequeño nudo en el estómago. No porque no confiara en Evan, sino porque él estaba en la universidad, tenía su vida, sus tiempos… y nosotros éramos, básicamente, un lío a tiempo completo. Rodé los ojos.
—¿Cuándo fue la última vez que pasaron un verano con nosotros? ¿Hace tres años?
—Cuatro —me corrigió—. El del incendio en el campamento de ciencias. El que Evan nunca quiere recordar.
Me reí. Ah, sí. El verano en que Evan se había quemado una ceja entera intentando hacer un s’more con un soplete. Nunca lo superó.
Justo entonces, la puerta se abrió y entró Evan, alto, despeinado, cargando dos valijas, con sus auriculares colgando del cuello, una laptop colgando de un brazo y cara de alguien que no durmió lo suficiente.
—¡Hermanitos! —saludó con una voz que quería parecer entusiasta pero sonó derrotada—. Bienvenidos a… nuestro verano juntos.—dijo apenas alzando la vista—. Tenemos que hablar.
Intercambié una mirada con Thomas.
Uh-oh.
Eso no sonaba a feliz verano, chicos.
—Mis papás no vienen, ¿no? —preguntó Thomas, directo al punto.
Evan soltó un suspiro de esos que solo él puede hacer, como si cargara el mundo entero en la espalda.
—No. Tuvieron… una reorganización de agenda.
—¿Así le llaman ahora a abandonarnos? —pregunté, dejando mi mochila en el suelo.
—Tessa… —Evan se masajeó el puente de la nariz—. Van a estar en Seattle, luego en Boston. No pueden traerlos. Y yo… yo voy a estar a cargo.
Thomas y yo nos quedamos en silencio un segundo.
No era sorpresa. Pero igual dolía.
—¿Todo el verano? —pregunté.
—Todo el verano —confirmó Evan—. Pero esta vez sí voy a estar aquí. Prometo no dejarlos solos.
Lo miré con una ceja levantada.
—¿Como el verano pasado?
—¡Fue una urgencia universitaria! —protestó—. Y estuvieron bien.
—Thomas se cortó un dedo.
—Tess casi incendió la cocina.
—Y el perro del vecino se escapó porque dejaste la reja abierta —enumeré.
—¡Y yo tampoco estaba! —agregó Thomas, indignado.
Evan alzó las manos.
—¡Ya entendí! Pero esta vez lo haré bien, ¿ok?
No respondimos.
Pero él sabía que no le creíamos del todo.
Intentó una sonrisa. Se le cayó una valija encima del pie. Maldijo en voz baja.
Thomas y yo nos miramos.
Editado: 30.12.2025