Un verdadero caballero

2

Sarah entró a la torre y se detuvo en la entrada. Ésta estaba vacía, limpia de los desastres de la noche anterior, y la luz se colaba tímidamente a través de las estrechas ventanas. 

Se puso una mano en el abdomen y tomó aire. Ese que acababa de ver debía ser el hombre-monstruo del que había hablado Sue esta mañana. Era horrible.

No pienses así. Eres una dama.

Se preguntaba si era rugoso al tacto, si aún dolía.

No pienses en eso, se volvió a reprender. Pero su mano estaba cerrada en un puño, como si la mera idea de tocarlo para saber cómo se sentía le causara repulsión.

Era sólo un hombre, uno como todos los demás, sólo que con una espantosa cicatriz que arruinaba la mitad de su cara.

—Sarah —oyó que la llamaban. Era su madre, que bajaba por la escalinata que llevaba al segundo piso, donde estaban las habitaciones—. Debéis alejaros de los caballeros de lord Russel. 

—Sólo estaba… entregándole un pañuelo a lord Fred. Y no fui sola, me acompañaba lady Clare—. Annette la miró elevando una ceja, y Sarah se apresuró a acercarse a ella—. ¿Es verdad… que quieren llevarme con ellos a Pembroke?

—¿Quién os lo dijo?

—Lord Fred. ¿Es verdad? —Annette dejó salir el aire.

—Lo discutí con vuestro padre anoche. Me opongo a que os vayáis con ellos, pero al parecer, no hay nada que hacer contra eso.

—A mí no me molesta irme —le contestó Sarah—. Es decir… ese será mi nuevo hogar cuando me case con lord Fred, y… es bueno que me vaya acostumbrando.

—¿Estáis segura? —Sarah hizo una mueca. Anoche había sufrido un desliz en su comportamiento, y se lo reprochaba, pero eso lo solucionaría manteniendo siempre cerca una carabina, fuera alguna de las damas, o Sue, su doncella. Ya había comprobado que lord Fred era ardoroso en su amor, ella sólo debía mantener la distancia y la prudencia entre los dos.

—Amo a lord Fred —sonrió Sarah—. Estaré feliz de estar a su lado.

—Hija, sólo habéis tratado con él unas pocas horas…

—Pero ya sé que le amo. Seré una buena esposa, y una buena condesa. No dejéis que papá se oponga a mi viaje a Pembroke.

—Soy yo la que se opone a que os vayáis. 

—Pero estaré bien. Me habéis criado bien, me portaré a la altura—. Annette le tomó las manos con una sonrisa triste en el rostro.

—No dudo que lo haréis bien.

—¿Entonces?

—¿Acaso no tengo derecho a desear que mi hija se quede conmigo todo el tiempo que sea posible? Preferiría que os quedarais conmigo para siempre, pero no será así, así que… ¿por qué no desear unos pocos años más juntas? —Sarah sonrió conmovida. Ciertamente, ella también extrañaría a su madre, pero la expectativa de vivir bajo el mismo techo que Frederick le había hecho olvidar ese pequeño detalle.

 

—No es un conejo lo que estamos cazando, sino un jabalí —protestó Frederick cuando vio a su tío ensartar en la flecha que acababa de disparar un pequeño conejo gris. Sombra se acercó hasta el pequeño animal, y sin bajarse, Wulfric reclamó su presa.

—Llevamos horas esperando la presencia del temido jabalí, y es mejor cazar presas pequeñas que ninguna.

—Os conformáis con muy poco, tío. Pero claro, ¿acaso tendréis más en la vida? —se burló Frederick, pero Wulfric no le prestó atención y unió el pequeño conejo a los otros tres que ya llevaba en la parte trasera de su montura.

—¿A dónde vais? —le preguntó Wulfric cuando lo vio azuzar a su caballo en la dirección opuesta a la que iban los demás. Como era su deber, lo siguió—. Frederick…

—Lord Frederick —lo corrigió él—. Sólo necesito un poco de privacidad. ¿No puedo echar una meada en paz? —Wulfric agitó su cabeza un poco exasperado, y lo siguió en silencio. Frederick se bajó del caballo y buscó un árbol. Wulfric lo tenía a la vista, pero le daba la suficiente privacidad como para que el chico no lo reprendiera. 

—Daos prisa —dijo Wulfric—. Nos hemos separado del grupo.

—Qué más da.

—No conocemos estos bosques.

—Pero vos alardeáis de vuestro sentido de la orientación. Con sólo mirar el cielo sabéis en qué hora del día estamos. Seguro que sabéis en qué dirección ir para volver al castillo de Albermale.

—No es eso lo que me inquieta.

—¿Entonces? —como Wulfric no dijo nada, Frederick se echó a reír—. Alardeáis y presumís, pero al final sois un hombre como todos los demás. No servís para más que para dar golpes y vigilar mis meadas—. Wulfric le lanzó una mirada torva, pero Frederick, o no la interpretó bien, o no le importó, pues sólo se echó a reír. Sin embargo, cuando vio a su tío levantar su arco y acomodar una flecha, palideció—. ¿Qué hacéis? —preguntó con voz lívida.

—Quedaros quieto. Hay algo detrás de vos.

—Qué. ¿Otro conejo? —y entonces Frederick escuchó un resoplar tras él. Quiso darse la vuelta para comprobar, pero la voz de Wulfric lo conminó a quedarse quieto.

La flecha silbó muy cerca de él, y al instante se escuchó el chillido de un animal. Frederick se tiró al suelo cubriendo su cabeza, y los cascos de Sombra pasaron casi sobre su cabeza. Levantó la vista y vio a su tío acomodar otra flecha y volver a disparar, y él no pudo más que gritar.




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