Desde que tengo uso de razón, siempre he respirado fútbol, y, claro, como si mi padre me lo hubiera grabado a fuego en el alma desde siempre, aún con mi madre firmemente opuesta, ya que no quiere que sufra o pase por el calvario que él vivió. Siendo sincero, estoy profundamente orgulloso de él: a pesar de cada obstáculo, logró asegurar una casa espectacular, con un patio vastísimo y una cancha para practicar, pues su máxima ilusión era verme convertido en un profesional, y se esfuerza con cada fibra de su ser por que yo sea más dedicado de lo que él fue.
Pues, siempre ha estado con mamá. Eso me confió ella hace un tiempo. Se conocieron cuando ella tenía apenas 14 y él 17. Él se deslomaba trabajando en una tienda de barrio por las tardes, después de las clases, y por las noches sus prácticas eran su único refugio. Le dedicaba más tiempo al trabajo y al fútbol que a la escuela. Mamá dice que siempre fue un estudiante desastroso, aunque él lo niega rotundamente y dice que era su prioridad y que no le gustaba mucho el estudio, lo cual, para mí, era una tortura. Me forzaban a estudiar.
Ambos se consumen por una cosa: mamá, por mis estudios, y papá, por mi entrenamiento y que sea implacable en el deporte. Es curioso, porque siempre está al acecho, pero él nunca fue disciplinado. Pero ya sabes lo que dicen: “más sabe el diablo por viejo que por diablo”.
Yo me esfuerzo hasta la extenuación por satisfacer a ambos, aunque a veces se sienta algo monótono. Lo único que me saca de este torbellino es ella, Sofia. Pensar en ella me eleva por encima de todo. Es lo que más me gusta de ir a la escuela.
Lo único que me arranca de las fauces de este torbellino es ella, Sofía. Pensar en ella es como un ascensor de emergencia que me dispara por encima del caos. Es mi única luz, mi única tregua en el campo de batalla que es el instituto.
Verla. Solo verla.
Ahí, en los recreos, un ancla silenciosa desde las gradas oxidadas. Observando, cuando el balón quema en mis pies y el aliento se me escapa en cada regate. En cada torneo agónico, donde no solo juego por la camiseta, sino por la sombra de un sueño ajeno, el del futbolista que mi padre me exige ser, el que mejoro día a día con el alma rota. En esos instantes de presión asfixiante, donde todo es ruido y exigencia, la veo a ella... y el mundo, mi mundo a punto de estallar, se congela. Ella es el silencio en mi huracán.
Los días se fundían en la monotonía de las aulas y la exigencia brutal de mis entrenamientos. Cada tarde, el olor a césped y sudor reemplazaba al de tiza y papel, una dualidad que marcaba mi existencia. La verdad era que vivía para el momento en que el silbato rompiera el silencio.
Y por fin, llegó. El campeonato intercolegial se alzaba no solo como una serie de partidos, sino como un escenario. Una auténtica oportunidad, cargada de presión y esperanza, para que mi nombre rebasara las fronteras de mi pequeña escuela, y quizás, forjar esas amistades fugaces y sinceras que solo el campo de juego regala.
El partido inaugural fue un bautismo de fuego, no una simple victoria. Jugamos bajo un sol de justicia, con el ambiente hirviendo por los gritos de la grada. El marcador se mantuvo inamovible, un pétreo 0-0 que nos carcomía los nervios hasta casi el descanso. Fue entonces, en el minuto 43, cuando el balón cayó a mis pies como un regalo del destino. Mi primer toque fue pura adrenalina: me deshice de mi marca con un quiebro rápido y, sin pensarlo dos veces, crucé un latigazo que se coló por el único resquicio que el portero había dejado. La red vibró con furia, y el rugido de la hinchada se sintió como una descarga eléctrica en mi pecho. Uno a cero.
Pero la alegría fue efímera. Ellos empataron con un gol de cabeza en una jugada a balón parado, desatando una frustración gélida en nuestras venas. El cronómetro avanzaba con crueldad en la segunda mitad. El cansancio era una losa, cada carrera pesaba el doble. Y en el minuto 88, en el límite de lo humanamente posible, un pase filtrado me dejó mano a mano contra el portero. El tiempo se ralentizó. Pude ver el sudor en su frente, la desesperación en sus ojos. En lugar de disparar fuerte, hice una sutil cuchara, elevando el balón justo lo necesario para que lo superara, besara el travesaño y finalmente cayera dentro de la portería. 2-1. El éxtasis fue absoluto, un grito que me vació los pulmones. Había hecho los dos goles.
Los encuentros siguientes siguieron una tónica similar: duros, cerrados, pero en cada uno logré perforar la red. Cada gol era un paso, un grito mudo de mi valía. Sentía una conexión casi mística con el balón; era la extensión de mi voluntad. La final fue el culmen de ese viaje épico: un rival formidable, el marcador empatado hasta los minutos de descuento, y la presión que hacía temblar mis rodillas. Pero en ese último aliento, el destino me eligió de nuevo. Mi pierna impactó el esférico con la última pizca de fuerza que me quedaba, y el balón voló, imparable, hasta el fondo.
El pitazo final se confundió con una explosión de júbilo. No solo éramos campeones del certamen, sino que la sensación de haber sido la pieza clave, el héroe improbable, era embriagadora. Entre abrazos y lágrimas de felicidad, sentí que mi vida, por fin, había dado un giro dramático y real. Ya no era solo el chico de los libros y los entrenamientos; ahora era el nombre que murmuraban en otras escuelas, el campeón. Y eso, sentí, era solo el principio.
El éxtasis del campeonato tardó en disiparse. Los gritos de mis compañeros, el brillo del trofeo bajo las luces del atardecer en el campo, el peso de la medalla de oro colgando de mi cuello... Todo se sentía como un sueño febril. Pero en medio de esa vorágine de celebración, las palabras de mi padre se incrustaron en mi mente como una astilla.
Justo después de que el último flash de la cámara se apagó, y mientras la lluvia de confeti se asentaba sobre el césped, mi padre se acercó con esa sonrisa de orgullo, una que rara vez dejaba ver. Me dio un abrazo que me dejó sin aliento, pero al soltarme, su expresión cambió. Su mirada era cálida, pero había un fondo de inquietud, algo que sus ojos trataban de ocultar.