El avión aterrizó con un suave estremecimiento que me sacó de un sueño fugaz. La voz del piloto anunció nuestra llegada a Curitiba, Brasil. Sentí que el corazón me latía con una fuerza indomable. A través de la ventanilla, el paisaje era un lienzo de verdes intensos y un sol que parecía más grande y brillante que en casa, una luz que prometía calor y gloria.
Al salir del avión, el aire me golpeó. Era pesado, húmedo y olía a una mezcla embriagadora que no podía identificar: flores tropicales, lluvia reciente y tierra mojada. Las voces a mi alrededor eran diferentes, un murmullo musical y acelerado que apenas entendía, pero que resonaba con familiaridad; era la mezcla de portugués que había escuchado a mi abuelo. En medio de la multitud, encontré a Fernando, quien me hizo una señal con la mano, su sonrisa tan grande como la recordaba. "¡Bem-vindo, Thiago!", exclamó, dándome un abrazo caluroso que me hizo sentir un poco menos perdido en el torbellino del aeropuerto.
Fernando me presentó de inmediato a Bruno, un joven extremo que sería mi compañero de habitación. Mientras íbamos en el coche hacia mi nuevo hogar, las calles de la ciudad pasaban a toda velocidad. Los edificios eran altos, coloridos. Los niños jugaban al fútbol en las aceras y calles de tierra, descalzos, con balones gastados, pero con la misma pasión elemental en los ojos que yo tenía. Sabía que este era mi lugar. Aquí, el fútbol no era solo un deporte, era el latido mismo de la vida.
Al llegar a la residencia de la academia, bajé del coche. La estructura era imponente, y la entrada lucía con orgullo un gran escudo. En ese momento, no era solo un nombre; era un juramento, y mi nuevo hogar.
El sol de la mañana siguiente brillaba sobre el césped perfectamente cortado de las canchas. El aire vibraba con el sonido de los balones golpeando la red y las voces autoritarias de los entrenadores. Me puse la camiseta verde del Coritiba; al ver mi nombre en la espalda, sentí que una oleada de confianza y nerviosismo me recorría el cuerpo. Este era el momento de la verdad. Mi corazón latía con fuerza mientras me unía al grupo. El entrenador, un hombre con una barba canosa y una mirada intensa, se acercó: "Bienvenido, Thiago. Aquí no hay trato especial. Demuéstrame que mereces este escudo", dijo con voz profunda.
Los primeros ejercicios fueron intensos, diseñados para probar la técnica y la resistencia al límite. Al principio, la velocidad frenética del juego me sorprendió, pero pronto mi cuerpo se adaptó al ritmo samba del fútbol brasileño. La pelota era una extensión obediente de mi pie, y las jugadas que antes solo soñaba, ahora cobraban vida en la cancha. Pasé el balón con precisión quirúrgica, logré driblar a varios jugadores y, en un momento, realicé una finta limpia que dejó a un defensa sin aliento, el movimiento cerebral de un diez clásico.
El murmullo de mis compañeros se convirtió en susurros de asombro y, por fin, en respeto. Al final de la extenuante sesión, el entrenador se acercó a mí. Me miró fijamente y, por primera vez, una leve sonrisa se dibujó en su rostro áspero. "No te equivocaste de país, Thiago. Tienes alma de futbolista", me dijo, dándome una palmada firme en la espalda. En ese momento, las palabras de mi papá, "Vuela alto", cobraron un nuevo y poderoso significado. Estaba en la tierra del fútbol, y no había vuelta atrás.
La vida en la academia era una mezcla rigurosa de disciplina militar y pasión desbordada. Los días comenzaban antes del amanecer, con el sonido áspero de las alarmas. Los dormitorios, aunque sencillos, se llenaron de risas y el idioma universal del fútbol. Con Bruno, mi compañero, la barrera lingüística se rompió con gestos y la jerga de la pelota. Mi estilo de juego, más técnico y cerebral, se complementaba perfectamente con la velocidad y agilidad constante de los brasileños. Nos reíamos de mis errores de pronunciación y ellos intentaban imitar mi acento, haciendo de la adaptación algo divertido y vital.
Pero la soledad era una sombra que me golpeaba en la quietud de las noches. Me sentaba mirando las fotos de mi familia, extrañando la comida de mi mamá y las charlas con mi papá en el sofá. Eran momentos cortos de melancolía que se desvanecían cada vez que salía al campo de juego. Porque ahí, en la cancha, con el balón en los pies y el sol sobre mi cabeza, Brasil ya no era solo un país extranjero; era mi hogar, mi futuro y mi campo de batalla.