Con el equipo finalmente unido, el aire en el campo de entrenamiento se sintió diferente. La pesada tensión y la envidia habían desaparecido, reemplazadas por una energía colectiva vibrante. Antes del pitido inicial, Lucas y yo nos dimos un apretón de manos firme, que no era un gesto protocolario, sino un verdadero sello de alianza. Ya no era una competencia entre nosotros, sino una lucha compartida por el bien del equipo y, crucialmente, por el futuro de Lucas.
En las gradas, el hombre del portapapeles y la expresión de póquer, el reclutador del primer equipo, era la única figura que importaba. Todo dependía de convencerlo.
Cuando sonó el silbato, la primera mitad fue un espectáculo de fútbol fluido, la materialización de lo que el equipo del Coritiba podía ser. Lucas y yo nos conectábamos sin esfuerzo, como si hubiéramos jugado juntos toda la vida. Mi visión de juego, esa precisión técnica que mi padre había inculcado, encontraba las carreras explosivas y la astucia de Lucas en el área. Fuimos imparables. Juntos, logramos romper las defensas rivales con triangulaciones rápidas. Finalmente, le envié un pase magistral que lo dejó mano a mano con el portero, y Lucas no perdonó. Marcó el gol, y al voltear para celebrar, gritó mi nombre en portugués, "¡Thiago! ¡Tamo junto!"
La cara del reclutador en las gradas, un hombre que parecía incapaz de sonreír, mostró un destello fugaz de aprobación. Todo iba perfecto. Sentimos que la oportunidad de Lucas estaba asegurada, y con ella, mi propia posición dentro del equipo.
Pero el fútbol es un deporte cruel y lleno de giros inesperados. En la segunda mitad, el juego se volvió brutalmente difícil. El equipo rival, que al principio parecía desorganizado y tímido, cambió por completo su táctica. De repente, su defensa era impenetrable, un muro de granito donde cada uno de mis pases de precisión se estrellaba o era interceptado. No importaba lo que intentáramos, no podíamos encontrar un solo resquicio.
La frustración comenzó a calar en el equipo como un veneno lento. Lucas y yo, que antes éramos una fuerza imparable, ahora nos veíamos frustrados por una defensa que parecía invencible. Los pases que hacíamos no encontraban a nadie; el espacio se había esfumado. Peor aún, su delantero, un gigante con una agilidad sorprendente para su tamaño, logró marcar dos goles con tiros imparables. De un momento a otro, el marcador volteó a nuestro favor: estábamos perdiendo.
La desesperación se apoderó de nosotros. El entrenador, Jair, gritaba instrucciones desde la banda, pero la intensidad de la derrota nos estaba asfixiando. La fluidez se convirtió en pánico, los pases en balonazos desesperados. En un momento de rabia, uno de mis compañeros defensas, frustrado por su error en el segundo gol, lanzó el balón lejos, una acción que demostraba la rendición mental del equipo.
Y entonces, sucedió. Vi al reclutador en las gradas, el hombre que sostenía el futuro de Lucas en sus manos. Sin mostrar ninguna emoción, sin voltear a ver el marcador, simplemente se levantó de su asiento y empezó a caminar tranquilamente hacia la salida.
Su partida silenciosa fue un golpe más duro que los dos goles recibidos. La victoria que parecía tan cercana, ahora se escapaba entre nuestros dedos, llevándose consigo el sueño de Lucas y, quizás, la validación final de mi acto de lealtad. Nuestra recién formada hermandad estaba a prueba, no por la envidia o el ego, sino por la cruda realidad de la derrota. El tiempo se agotaba, y con él, se esfumaba la oportunidad de demostrar que éramos más que una colección de talentos individuales. Necesitábamos un milagro, un momento de genialidad que salvara el partido, y, con él, el futuro de Lucas.