El pitido final del árbitro fue un alivio, pero también una confirmación brutal: habíamos perdido. La agonía del reloj, la desesperación de ver al reclutador marcharse, todo terminó en el sonido seco y final de la corneta. El equipo, que un momento antes había parecido tan unido por la promesa de la victoria y la lealtad, se desmoronó en el césped. La escena fue de caos y frustración desmedida. Los gritos llenaron el aire; algunos jugadores se echaron al césped en señal de derrota, otros se levantaron airados y empezaron a discutir entre ellos, señalándose con el dedo, buscando un culpable individual para un fracaso colectivo.
La energía colaborativa de la primera mitad se desvaneció por completo, reemplazada por un sentimiento amargo de fracaso que se podía oler. La lealtad ganada con tanto esfuerzo en el vestuario se hizo trizas bajo el peso del 2-1 final. Lucas y yo nos miramos, con la misma comprensión dolorosa. Ambos sabíamos que la derrota no se debía a un solo error técnico o a la genialidad del delantero rival, sino a una profunda falta de resiliencia y de comunicación efectiva que había surgido tan pronto como la presión nos asfixió.
Intentamos, con Lucas, ejercer el liderazgo que habíamos forjado. "Calma, muchachos! A gente volta mais forte!" (¡Volveremos más fuertes!), grité, mientras Lucas trataba de separar a dos defensas que se recriminaban mutuamente un pase fallido. Pero nadie nos escuchaba. El equipo ya no era un solo corazón latiendo. Era, trágicamente, una multitud de individualidades, cada una atrapada en su propia decepción personal. La imagen que el reclutador se había llevado de nosotros era la de un grupo talentoso, pero incapaz de manejar la adversidad, un juicio mortal en el mundo del fútbol profesional.
El camino al vestuario fue un cortejo fúnebre. Las cabezas gachas, el silencio tenso. En el vestuario, el olor a sudor y derrota era abrumador. El entrenador, Jair, nos habló en voz baja, con una decepción que dolía más que cualquier grito o reprimenda. "No pierdan su motivación. Esto es parte del camino, muchachos. Solo así sabrán quiénes son realmente". Pero sus palabras, por sabias que fueran, cayeron en oídos sordos. La mayoría de los jugadores ni siquiera se miraban a los ojos; la confianza estaba rota. El reclutador ya se había ido hacía mucho tiempo, y la certeza de haber perdido la oportunidad se sentía como una sentencia.
Me quedé sentado en el banco, la cabeza gacha, la camiseta empapada de sudor y lágrimas silenciosas. La victoria fuera de la cancha, el haber ganado la confianza de Lucas, no había sido suficiente para contrarrestar la derrota en el campo. La fragilidad de nuestra unión había quedado expuesta. La derrota nos había roto como grupo, y el sueño de jugar juntos, de ascender al profesionalismo con el Coritiba, parecía estar desvaneciéndose en el aire viciado del vestuario.
La frustración era un nudo ardiente en mi estómago. No por la derrota en sí, sino por la forma en que habíamos claudicado. Habíamos sucumbido al pánico, a la búsqueda de culpables, al individualismo, justo cuando necesitábamos la unidad más que nunca. El recuerdo de las palabras de mi padre, que me pedía ser más dedicado, y la imagen de mi madre preocupada por mi sufrimiento, se mezclaron en mi mente. ¿Era este el calvario del que ella me quería proteger? El fútbol, la pasión que me había traído a miles de kilómetros, de repente se sentía como una carga pesada, una promesa incumplida.
Me levanté y caminé hacia las duchas, buscando limpiar no solo el sudor, sino también el peso del fracaso. Lucas estaba en el rincón, con el puño cerrado contra la pared. Me acerqué, sabiendo que las palabras eran inútiles. Simplemente puse una mano sobre su hombro. Él me miró. Ya no había rabia, solo un vacío.
"Lo siento, Thiago," susurró, su voz ronca. "Perdimos por mi culpa. No pude meter el gol cuando más importaba, y mi cabeza se fue."
"No es tu culpa," le respondí. "Perdimos porque dejamos de jugar juntos. Olvidamos el 'tamo junto' en el segundo tiempo. La culpa es de todos."
Esa pequeña confesión, ese reconocimiento mutuo de la fragilidad del equipo, fue el único consuelo. Salimos del vestuario, ya tarde, a la noche fría de Curitiba. La ciudad, antes vibrante, ahora parecía melancólica y gris. Sabíamos que, aunque el partido había terminado, la verdadera batalla apenas comenzaba: la de la reconstrucción, la de recuperar la confianza perdida y la de convencer a la directiva de que merecíamos otra oportunidad. La lección del día era clara: la técnica te abre la puerta, pero el carácter te mantiene dentro del juego.
Nos dirigimos a cenar en silencio. La comida comunitaria no tenía el mismo sabor. La sombra del fracaso era el plato principal. Mañana sería un nuevo día, pero la pregunta persistía: ¿Podríamos, como equipo, levantarnos de esta humillación, o este sería el final prematuro de nuestro sueño brasileño? La promesa de la cantera profesional parecía más lejana que nunca.